Revisando mi lista de lecturas antiguas (bueno, en realidad no tengo una lista, factor del cual me arrepiento porque desearía poder repasar algo tan maravilloso como eso), me encontré con esta hermosura de Libor. 'Noches blancas' de Fiódor Dostoyevski. Le guardo un cariño especial y, curiosamente, suelo recordarle cada noche de esas claras en que salgo a pasear, y que lamentablemente ya se ven poco. A veces la vida le acaba a uno y le llena de costumbres misántropas, y entre esas se encuentra el encerrarse progresivamente. Como iba diciendo, este es un libro que aprecio especialmente porque uno de los pocos caballeros que he conocido en la vida fue quien me recomendó esa lectura, y una tarde hermosa, mientras yo observaba las hojas de los árboles caer, en una tarde de viento fuerte, él me leía la tercera noche, con la voz más encantadora que haya escuchado.
Este libro se compone de cuatro noches. Es una novela corta, de tipo sentimental. Me gustaría en esta ocasión compartir la primera noche con ustedes. A pesar de que se le llame 'sentimental', cae efectivamente en mi Lírica Bizarra, porque, carajo... creo que más de uno puede identificarse con algo como esto. Veamos si quieren hacer el intento. Suerte con ello. Me agrada escribirles.
Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable
lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan
estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse:
¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente
atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los
años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo.
Hablando de gente atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi
buena conducta durante todo ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una
extraña melancolía. Me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me
abandonaba todo el mundo que todos me rehuían. Claro que tienes derecho a
preguntar: ¿y quiénes son esos «todos»? Porque hace ya ocho años que vivo en
Petersburgo y no he podido trabar conocimiento con nadie. ¿Pero qué falta me
hace conocer a gente alguna? Porque aun sin ella, a mí todo Petersburgo me es
conocido. He aquí por qué me pareció que todos me abandonaban cuando
Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible
quedarme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una
profunda angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la
perspectiva Nevski, fui a los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no
vi ni una sola de las personas que solía encontrar durante el año en tal o cual
lugar, a esta o aquella hora. Esas personas, por supuesto, no me conocen a mí,
pero yo sí las conozco a ellas. Las conozco a fondo, casi me he aprendido de
memoria sus fisonomías, me alegro cuando las veo alegres y me entristezco
cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar amistad con un anciano a quien
encontraba todos los días a la misma hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan
impresionante, tan pensativo, el suyo! Caminaba murmurando continuamente y
accionando con la mano izquierda, mientras que en la derecha blandía un bastón
nudoso con puño de oro. Él también se percató de mí y me miraba con vivo
interés. Estoy seguro de que se ponía triste si por ventura yo no pasaba a esa
hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algunas veces
estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de buen humor. No
hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos, casi nos
llevamos la mano al sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo,
bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También
las casas me son conocidas. Cuando voy por la calle parece que cada una de
ellas me sale al encuentro, me mira con.todas sus ventanas y casi me dice:
«¡Hola! ¿Qué tal? Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso. »
O bien: «¿ Cómo va esa salud? A mí mañana me ponen en reparaciones.» O bien:
«Estuve a punto de arder y me llevé un buen susto.» Y así por el estilo. Entre
ellas tengo mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de ellas tiene la intención
de ponerse en tratamiento este verano con un arquitecto. Iré de propósito a
verla todos los días para que no la curen al buen tuntún. ¡Dios la proteja!
Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa pintada de rosa claro.
Era una casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo tan afable y
observaba con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se henchía
de gozo cuando pasaba ante ella. Pero de repente, la semana pasada, cuando
bajaba por la calle y eché una mirada a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me
van a pintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No han perdonado nada, ni siquiera las columnas o
las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla como un canario. A mí casi me
dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en que no he
tenido fuerzas para ir a ver a mi pobre amiga desecrada, teñida del color
nacional del Imperio Celeste.
No pude evitar evocar La casa amarilla de Van Gogh. |
Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco todo
Petersburgo. Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la
inquietud hasta que por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien
-éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adónde habrá ido aquel otro?-, ni
tampoco en casa. Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo: ¿qué echo de
menos en mi rincón? ¿Por qué me es tan molesto permanecer en él? Miraba
perplejo las paredes verdes y mugrientas, el techo cubierto de telarañas que
con gran éxito cultivaba Matryona; volvía a examinar todo mi mobiliario, a
inspeccionar cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi malestar
(porque basta que una sola de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer
para que ya no me sienta bien), miré por la ventana, y todo en vano..., no
hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y reprenderla paternalmente por
lo de las telarañas y, en general, por la falta de limpieza, pero ella se
limitó a mirarme con asombro y me volvió la espalda sin decir palabra; así,
pues, las telarañas siguen todavía felizmente en su sitio. Por fin esta mañana
logre averiguar de qué se trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba saliendo
de estampía para el campo. Pido perdón por la frase vulgar, pero es que ahora
no estoy para expresarme en estilo elevado... Porque, así como suena, todo lo
que encierra Petersburgo se iba a pie o en vehículo al campo. Todo caballero de
digno y próspero aspecto que tomaba un coche de alquiler se convertía al punto
en mis ojos en un honrado padre de familia que, después de las consabidas
labores de su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje al seno de su familia
en una casa de campo. Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular, como si
quisiera decir a sus congéneres: «Nosotros, señores, estamos aquí sólo de paso.
Dentro de un par de horas nos vamos al campo.» Se abría una ventana, se oía
primero el teclear de unos dedos finos y blancos como el azúcar, y asomaba la
cabeza de una muchacha bonita que llamaba al vendedor ambulante de flores; al
punto me figuraba yo que estas flores se compraban, no para disfrutar de ellas
y de la primavera en el aire cargado de una habitación ciudadana, sino porque
todos se iban pronto al campo y querían llevarse las flores consigo. Pero hay
más, y es que había adquirido ya tal destreza en este nuevo e insólito género
de descubrimientos que podía, sin equivocarme, guiado sólo por el aspecto
físico, determinar en qué tipo de casa de campo vivía cada cual.
¿Se nota el perfecto realismo? Y es un realismo que hace la lectura más apacible y deliciosa. Es una pluma perfecta. El paisaje se evoca nítidamente a la imaginación del lector.
Los que las
tenían en las islas Kamenny y Aptekarski o en el camino de Peterhof, se
distinguían por la estudiada elegancia de sus modales, por su atildada
indumentaria veraniega y por los soberbios carruajes en que venían a la ciudad.
Los que las tenían en Pargolov, o aún más lejos, impresionaban desde el primer
momento por su prestancia y prudencia. Los de la isla Krestovski destacaban por
su continente invariablemente alegre. Sucedía que tropezaba a veces con una
larga hilera de carreteros que con las riendas en la mano caminaban
perezosamente junto a sus carromatos, cargados de verdaderas montañas de
muebles de toda laya; mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otros
enseres domésticos; y encima de todo ello, en la cumbre misma de la montaña,
iba a menudo sentada una macilenta cocinera, protectora de la hacienda de sus
señores como si fuera oro en paño. O veía pasar, cargadas hasta los topes de
utensilios domésticos, barcas que se deslizaban por el Neva o la Fontanka hasta
a río Chorny o las islas. Los carros y las barcas se multiplicaban por diez o
por ciento a mis ojos. Parecía que todo se levantaba y se iba, que todo se
trasladaba al campo en caravanas enteras, que Petersburgo amenazaba con
quedarse desierto -y llegué al punto de tener vergüenza, de sentirme ofendido y
triste. Yo no tenía adónde ir, ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto a
irme con cualquier carromato, con cualquier caballero de aspecto respetable que
alquilara un coche de punto. Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me
invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera
un extraño para todos.
Empieza a llegar el tinte psicológico, tan común en la escritura de Dostoievsky. El mundo interno del ser humano fascinaba al escritor, y era tal su habilidad para transmitirlo y dibujarlo, que es inevitable sentirse identificado, en algún momento, con alguna de sus frases o con la totalidad de cualquiera de sus textos.
Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, como me ocurre a
menudo, perdí la noción de dónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo me hallé
a las puertas de la ciudad. De pronto me sentí contento, rebasé el puesto de
peaje y me adentré por los sembrados y praderas sin parar mientes en el
cansancio, sintiendo sólo con todo mi cuerpo que se me quitaba un peso del
alma. Los transeúntes me miraban con tanta afabilidad que se diría que les
faltaba poco para saludarme. No sé por qué todos estaban alegres, y todos, sin
excepción, iban fumando cigarros. También yo estaba alegre, alegre como hasta
entonces nunca lo había estado. Era como si de pronto me encontrase en Italia
-tanto me afectaba la naturaleza, a mí, hombre de ciudad, medio enfermo, que
casi comenzaba a asfixiarme entre los muros urbanos.
Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza
petersburguesa cuando, a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda
su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha dotado, cuando gallardea,
se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una de
esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a
veces con una especie de afecto compasivo, y a veces, sencillamente, no se fija
uno en ellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa
cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno, asombrado,
cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuego esos
ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas
pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?,
¿de qué palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al
rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa,
animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a
alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente
encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro
pálido, la misma humildad y timidez en los movimientos; y más aún:
remordimiento, rastros de cierta torva melancolía y aun irritación ante el
momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya
marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e
ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante
para enamorarse de ella...
Mi noche, sin embargo, fue mejor que el día. He aquí lo que
pasó: Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de
casa. Mi camino me llevaba por el muelle del canal, en el que a esa hora no
encontré alma viviente, aunque verdad es que vivo en uno de los barrios más
apartados de la ciudad. Iba cantando porque cuando me siento feliz siempre
tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o
de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien
compartir su alegría. De repente me sucedió la aventura más inesperada.
Ciudad de noche- Jorge Lázaro Pérez Prada |
A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle,
estaba una mujer que parecía observar con gran atención el agua turbia del
canal. Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba un bonito sombrero amarillo.
«Es, sin duda, joven y morena», pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y
ni siquiera se movió cuando, conteniendo el aliento y con el corazón a galope,
pasé junto a ella.
«Es extraño -me dije-, algo la tiene muy abstraída.» De
pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozo ahogado. Sí, no
me había equivocado, porque momentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío! Se
me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres, pero en esta ocasión
giré sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho «¡Señorita!» de no
saber que esta exclamación ha sido pronunciada ya un millar de veces en novelas
rusas que versan sobre la alta sociedad. Eso fue lo único que me contuvo. Pero
mientras buscaba otra palabra la muchacha recobró su compostura, miró en torno
suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al momento
me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la
calle y siguió caminando por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. El
corazón me latía como el de un pajarillo que se tiene cogido en la mano.
Inopinadamente la casualidad vino en mi ayuda.
Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció de pronto
un caballero vestido de frac, impresionante por los años, aunque no lo fuera
por su manera de andar. Caminaba haciendo eses y apoyándose con tiento en la
pared. La muchacha iba como una flecha, rauda y tímida, como van por lo común
las mocitas que no quieren que se las acompañe a casa de noche, y, por
supuesto, el caballero tambaleante no hubiera podido alcanzarla si mi suerte no
le hubiera sugerido recurrir a una estratagema. Sin decir palabra, el caballero
se arrancó de repente y se puso a galopar en persecución de mi desconocida.
Ella volaba, pero no obstante el caballero de los trompicones iba alcanzándola,
la alcanzó por fin, la muchacha lanzó un grito... y yo doy gracias al destino
por el excelente bastón de nudos que mi mano derecha empuñaba en tal ocasión.
En un abrir y cerrar de ojos me planté en la acera opuesta, el caballero
importuno comprendió al instante de qué se trataba, tomó en consideración el
argumento irresistible que yo blandía, calló, se desvió, y sólo cuando se halló
bastante lejos protestó contra mí en términos bastante enérgicos, pero sus
palabras apenas se percibían desde donde estábamos.
La chica de la mirada triste - Jazlym Nathaly Rentería |
-Deme usted la mano -le dije a mi desconocida-. Ese sujeto
ya no se atreverá a acercarse. Ella, en silencio, me alargó la mano, que aún
temblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballero importuno, cómo te di las
gracias en ese momento! La miré fugazmente. Era bonita y morena.
Había acertado. En sus pestañas negras brillaban aún
lágrimas de miedo reciente o de tristeza anterior. No sé. Pero a los labios
afloraba ya una sonrisa. Ella también me miró de soslayo, se ruborizó
ligeramente y bajó los ojos.
-¿Por qué me rechazó usted antes? Si yo hubiera estado allí
no habría pasado esto.
-No le conocía. Pensé que también usted...
-¿Pero es que me conoce usted ahora?
-Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla usted?
-¡Ah, ha acertado a la primera mirada! -respondí
entusiasmado de saberla inteligente, lo que, unido a la belleza, no es humo de
pajas-. Sí, a la primera mirada ha adivinado usted qué clase de persona soy. Es
verdad, soy tímido con las mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni más ni menos
que usted misma lo estaba hace un minuto cuando la asustó ese señor. Ahora el
que tiene miedo soy yo. Parece un sueño, pero ni aun en sueños hubiera creído
que hablaría con una mujer.
-¿Cómo? ¿Es posible?
-Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta ahora no había
apretado nunca otra tan pequeña y bonita como la suya. He perdido la costumbre
de estar con las mujeres; mejor dicho, nunca la he tenido, soy un solitario. Ni
siquiera sé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le he soltado a usted
alguna majadería? Dígamelo con franqueza. Le advierto que no me ofendo.
-No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide usted que sea
franca le diré que a las mujeres les gusta esa clase de timidez. Y si quiere
saber algo más, también a mí me gusta, y no le diré que se vaya hasta que
lleguemos a casa.
-Lo que hará usted conmigo -dije jadeante de entusiasmo- es
que dejaré de ser tímido y entonces ¡adiós a todos mis métodos!
-¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y para qué sirven? Eso ya
no me suena bien.
-Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pero ¿cómo quiere
que en un momento como éste no tenga el deseo...?
-¿De agradar, no es eso?
Leonid Afremov (no tengo el nombre de la pintura) |
-Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién
soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar
bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede
explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón
dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con
una mujer, nunca jamás? ¿Qué no he conocido a ninguna? Ahora bien, todos los días
sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he
estado enamorado de esa manera!
-Pero ¿cómo? ¿Con quién?
-Con nadie, con un ideal, con la mujer con que se sueña. En
mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he
conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres?
Una especie de patronas... Pero voy a hacerla reír, voy a decirle que algunas
veces he pensado entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena
sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por
supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que
no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuarle
incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un
hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me
diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde
el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que
se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras,
tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe...
Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír...
-No se enfade. Me río porque es usted su propio enemigo. Si
probara usted, quizá lograra todo eso aun en la calle misma. Cuanto más
sencillo, mejor. No hay mujer buena, a menos que sea tonta o esté enfadada en
ese momento por cualquier motivo, que pensara despedirle a usted sin esas dos
palabras que implora con tanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo para
hablar? Lo más probable es que le tuviera a usted por loco. Juzgo por mí misma.
¡Bien sé yo cómo viven las gentes en el mundo!
-Se lo agradezco -exclamé-. ¡No sabe usted lo que acaba de
hacer por mí!
-Bien. Ahora dígame cómo conoció usted que soy de las
mujeres con quienes... bueno, a quienes usted considera dignas de... atención y
amistad. En otras palabras, no una patrona, como decía usted. ¿Por qué decidió
acercarse a mí?
-¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola, porque
ese caballero era demasiado atrevido y porque es de noche. No dirá usted que no
es obligación...
-No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de la calle. Usted
quería acercárseme, ¿verdad?
-¿Allí, al otro lado? De veras que no sé qué decir. Temo
que... Hoy, sabe usted, me he sentido feliz. He estado andando y cantando. Salí
a las afueras. Nunca hasta ahora he tenido momentos tan felices. Usted... me
parecía quizá... Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecía que lloraba
usted y me era intolerable oírlo. Se me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío!
¿Cree usted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fue pecado sentir compasión
fraternal por usted? Perdone que diga compasión... En suma, ¿acaso podía
ofenderla cuando se me ocurrió acercarme a usted?
-Bueno, basta; no diga más -repuso la joven, bajando los
ojos y apretándome la mano-. Yo misma tengo la culpa por haber hablado de eso.
Pero estoy contenta de no haberme equivocado con usted. Bueno, ya hemos
llegado. Tengo que meterme por esta callejuela. Son dos pasos nada más. Adiós,
le agradezco...
-¿Pero es de veras posible que no volvamos a ver nos? ¿Es
posible que las cosas queden así?
-Mire -dijo riendo la muchacha-. Al principio sólo quería
usted dos palabras, y ahora... Pero, en fin, no le prometo nada. Puede que nos
encontremos.
-Mañana vengo aquí -dije-. Ah, perdone, ya estoy
exigiendo... -Sí, es usted impaciente. Exige casi...
-Escuche -la interrumpí-. Perdone que se lo diga otra vez,
pero no puedo dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tan poca
vida real, los momentos como éste, como el de ahora, son para mí tan raros que
me es imposible no repetirlos en mis sueños. Voy a soñar con usted toda la
noche, toda la semana, todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquí mismo, a
este mismo sitio, a esta misma hora, y seré feliz recordando el día de hoy.
Este sitio ya me es querido. Tengo otros dos o tres sitios como éste en
Petersburgo. Una vez hasta lloré recordando algo, igual que usted. Quién sabe,
quizá usted también hace diez minutos lloraba recordando alguna cosa. Pero
perdón, estoy desbarrando de nuevo. Puede que usted, alguna vez, fuera
especialmente feliz en este lugar.
...Exploró y supo captar la profundidad del alma humana, haciendo aflorar las emociones y sentimientos tanto en los tiempos oscuros como en los felices. Y aunque su obra se inspiró en lo que vio en Rusia o en sus experiencias personales, los sentimientos que recoge resonaron como parte de las luchas internas universales en las que se enfrentan los lectores de todas partes del mundo. (Disponible en: http://rusopedia.rt.com/personalidades/personalidades_de_cultura/issue_99.html>
-Bueno -dijo la muchacha-. Quizá yo también venga aquí
mañana. A las diez también. Veo que ya no puedo impedirle... pero, mire, es que
necesito venir aquí. No piense usted que le doy una cita.
Le aseguro que tengo que estar aquí por asuntos míos. Ahora
bien, se lo digo sin titubeos: no me importaría que también viniera usted. En
primer lugar porque pudieran ocurrir incidentes desagradables como el de hoy;
pero dejemos eso... En suma, sencillamente me gustaría verle... para decirle
dos palabras. Ahora, vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No piensa que le estoy
dando una cita sin más ni más? No se la daría si... ; pero, bueno, eso es un
secreto mío. Antes de todo una condición.
-¡Una condición! Hable, dígalo todo de antemano. Estoy de
acuerdo con todo, dispuesto a todo- exclamé exaltado-. Respondo de mí, seré
atento, respetuoso... Usted me conoce.
-Precisamente porque le conozco le invito para mañana -dijo
la joven riendo-. Le conozco muy bien. Pero, mire, venga con una condición: en
primer lugar (sea usted bueno y haga lo que le pido; ya ve que hablo con
franqueza) no se enamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro. Estoy dispuesta
a ser amiga suya. Aquí tiene mi mano. Pero lo de enamorarse no puede -ser. Se
lo ruego.
-Le juro -grité yo, cogiéndole la mano...
-Basta, no jure, porque es usted capaz de estallar como la
pólvora. No piense mal de mí porque le hablo así. Si usted supiera... Yo
tampoco tengo a nadie con quien poder cambiar una palabra o a quien pedir
consejo. Claro que la calle no es sitio indicado para encontrar consejeros.
Usted es la excepción. Le conozco a usted como si fuésemos amigos desde hace
veinte años. ¿De veras que no cambiará usted?
-Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, es cómo voy a
sobrevivir las próximas veinticuatro horas.
-Duerma usted a pierna suelta. Buenas noches. Recuerde que
ya he confiado en usted. Hace un momento lanzó usted una exclamación tan
hermosa que justifica cualquier, sentimiento, incluso el de simpatía fraternal.
¿Sabe? Lo dijo usted de un modo tan bello que al instante pensé que podía
fiarme de usted.
-¿Pero en qué asunto? ¿Para qué?
-Hasta mañana. Mientras tanto hay que guardar secreto. Tanto
mejor para usted, porque a cierta distancia parece una novela. Quizá mañana se
lo diga, o quizá no. Ya hablaremos, nos conoceremos mejor...
-Yo mañana le voy a contar a usted todo lo mío. Pero ¿qué es
esto? Parece como si me ocurriera un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿No está
usted contenta de no haberse enfadado conmigo, como lo hubiera hecho otra
mujer? ¿De no haberme rechazado desde el primer momento? En dos minutos me ha
hecho usted feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá me ha reconciliado
usted conmigo mismo, quizá ha resuelto mis dudas... Quizá hay también para mí
minutos así... Pero ya le contaré todo mañana, ya se enterará usted de todo.
-Bueno, acepto. Usted empezará.
-De acuerdo.
-Hasta la vista.
-Hasta la vista.
Nos separamos. Pasé la noche andando, sin decidirme a volver
a casa. ¡Me sentía tan feliz! ¡Hasta mañana!
Eugeny Lusphin - Creúsculo de invierno |