Hace un par de años o más, había un lugar en el que compraba buenos libros de segunda. Evidentemente me fijo mucho en la literatura de terror, además de la clásica y universal, pero aquel día me topé con una recopilación de cuentos elegidos por Alfred Hitchcock titulada 'Prohibido a los nerviosos', publicada en 1969. El presente cuento data del año 1961, haciendo parte de la oleada del terror contemporáneo. Una maravilla. Gente con una imaginación envidiable, maneras muy diversas, curiosas e interesantes para llegar a sus objetivos y, sobre todo, mucho suspenso y en ocasiones algo de sangre (pero poquita, el título tampoco va hacia allá).
Espero les agrade. No tengo mucho que decir al respecto mas que es un excelente cuento por su moraleja. Cuidado con la grosería, lectores. Uno nunca sabe quien lo pueda sentenciar por andar de irrespetuoso :) (Recuerden que la cursiva pertenece a mis notas personales).
-¿Qué edad tiene usted? -pregunté.
Sus ojos no se
separaban del revólver que yo sostenía en la mano.
-Escuche señor, no
hay mucho dinero en la registradora pero lléveselo todo. No le proporcionaré
dificultades.
-No me interesa en
absoluto su asqueroso dinero, al menos desde su punto de vista. Podría usted
haber vivido otros veinte o treinta años más si se hubiera tomado la más mínima
molestia de ser cortés.
El hombre no me
comprendió.
-Vaya matarle
-añadí- por culpa del sello de cuatro centavos y por el dulce.
El hombre no sabía
lo que yo quería decir con aquello del dulce, pero sí parecía caer en la cuenta
sobre lo del sello.
El pánico se
exteriorizó en sus facciones.
-Usted debe estar
loco. No puede matarme a causa de eso.
-Sí que puedo.
Y así lo hice.
Cuando el doctor
Briller me dijo que solamente me quedaban cuatro meses de vida me sentí, por
supuesto, muy perturbado.
-¿Está usted seguro
de que no se han mezclado las radiografías mías con otras? He oído que a veces
sucede eso.
-Me temo que no,
señor Turner.
Luego lo pensé un
poco mejor. Los informes del laboratorio… quizá mi nombre figuraba
equivocadamente en alguno de ellos…
El médico movió
lentamente la cabeza.
-Lo he comprobado
detenidamente, cosa que hago siempre en estos casos. Es práctica de seguridad,
¿comprende usted?
Era la última hora
de la tarde y la hora en la que el sol estaba cansado. Yo tenía esperanzas de
que cuando me llegara la hora de morir realmente, fuese por la mañana.
Indudablemente sería mucho más alegre.
-En casos como éste
- añadió el doctor - un médico se enfrenta siempre a un dilema. ¿Debe o no
decirle la verdad a su paciente? Yo siempre acostumbro a decir la verdad a los
míos. Eso les da tiempo para arreglar sus asuntos y correrla un poco, por
decirlo así.
El doctor hizo una
pausa y atrajo hacia sí un bloc de papel que descansaba sobre la mesa de
despacho. Luego añadió:
-También estoy
escribiendo un libro. ¿Qué intenta usted hacer con el tiempo que le queda?
-Realmente no lo sé.
Ya sabe usted que lo estoy pensando desde un minuto o dos.
-Desde luego - dijo
Briller -. Por ahora no hay prisa. Pero cuando usted decida sobre ese aspecto,
hágamelo saber, ¿lo hará? Mi libro menciona las cosas que hace la gente que
sabe tiene sus días contados…
Briller hizo otra
pausa y apartó hacia un lado el bloc de papel, añadiendo tras una pausa de
silencio:
-Visíteme cada dos o
tres semanas. Eso servirá para medir el progreso de su descenso.
A continuación
Briller me acompañó hasta la puerta diciendo:
-Ya tengo anotados
veintidós casos como el suyo…
. Luego el médico
pareció mirar hacia la lejanía, adoptando una actitud de total reflexión y
murmuró:
-Podría llegar a ser
un best seller, ¿comprende usted?
Me encanta el realismo. La frialdad, la crueldad. ¿No vivimos en un mundo en el que cada cual toma provecho hasta de lo más mísero de la existencia humana? Lo terrible es tomar aquello de otras existencias humanas, con la propia insensibilidad de quien, ya sin escrúpulos por haberse adaptado a su oficio, lo único que desea es dinero a toda costa. Patético.
Mi vida siempre fue
dulce, una vida muelle. No vivida sin inteligencia, pero sí dulce.
No he contribuido
con nada al progreso del mundo… y en ese aspecto me parece que tengo mucho en
común con la mayoría de los seres humanos que pueblan la tierra… pero, por otra
parte tampoco me he apoderado de nada. En resumen pedí a la vida que me dejara
solo. La vida ya es lo suficientemente difícil sin tener que vivirla en una no
deseada asociación con otras personas.
¿Qué es lo que uno
puede hacer con los cuatro meses que le quedan de vida muelle?
No tenía la menor
idea de lo que había caminado y pensado sobre este tema cuando de repente me
encontré atravesando el largo puente curvo que, en suave pendiente, desciende
hasta la carretera del lago. El sonido de una música mecánica interrumpió mis
pensamientos y miré hacia abajo.
Un circo, o quizá se
celebraba algún festejo de carnaval, pensé.
Era el mundo de la
magia donde el oro es dorado, donde el maestro de ceremonias, el maestro o
director de pista es tan caballero como auténticas son las medallas que adornan
su pecho, y donde las rosadas damas que montan a caballo tienen duras facciones
y peor carácter. Era el dominio de los vendedores de ásperas voces y de los mil
cambalaches.
Siempre tuve la
impresión de que la desaparición de los grandes circos podía considerarse como
uno de los avances culturales del siglo xx, y, sin embargo, en aquellos
momentos descubrí que sin darme cuenta descendía hasta el pie del puente y al
cabo de unos momentos me encontraba a medio camino del circo entre unas filas
de barracas donde se exhibían las mutaciones humanas para entretenimiento de
los niños.
Pronto llegué hasta
la entrada principal del circo y contemplé perezosamente al aburrido taquillero
que se hallaba cómodamente situado en una elevada cabina junto a la puerta
principal.
Un hombre de
agradable aspecto, acompañado por dos niñas se aproximó a él y le entregó
varios rectángulos de cartulina que parecían ser pases.
El portero recorrió
con un dedo una lista impresa que tenía a su lado. Sus ojos se endurecieron y
miró despreciativamente, durante un momento, al hombre y a las niñas. Luego,
lenta y deliberadamente, rasgó los pases en mil pedazos y dejó caer al suelo
los fragmentos.
-No son buenos -
murmuró.
El hombre se sonrojó
y replicó:
-No lo comprendo.
-¡No dejó usted los
carteles colocados! - gritó el hombre -. Y ahora…, ¡lárguese de aquí!
Las niñas miraron a
su padre con expresión de desconcierto. ¿Haría su papá algo por solucionar
aquello?
El hombre permaneció
inmóvil durante un momento a la vez que la ira hacia palidecer su rostro.
Parecía que estaba a punto de decir algo, pero luego miró a las dos niñas.
Cerró los ojos durante un momento como si hiciese un terrible esfuerzo por
controlar su cólera, y luego dijo:
-Vámonos, nenas, vámonos
a casa.
El hombre se alejó
con ellas y éstas miraron por dos veces hacia atrás, asustadas, pero sin decir
nada.
Me aproximé
inmediatamente al portero y le pregunté:
-¿Por qué ha hecho
usted eso?
El hombre me miró
desde lo alto de su cabina. -¿Qué le importa a usted eso? - inquirió a su vez.
-Quizá mucho.
El portero me
estudió durante un momento con gesto de irritación y luego respondió:
-Porque no dejó los
carteles colocados.
-Ya lo escuché
antes. Ahora explíqueme qué es eso.
El hombre respiró
con tanta dificultad como si le costara dinero y dijo:
-Nuestro agente
avanzado va de ciudad en ciudad semanas antes de que nosotros lleguemos, un par
de semanas antes todo lo más. Deja en todos los sitios carteles anunciando el
espectáculo que traemos, y los deja en donde puede… en las abacerías,
zapaterías, mercados… cualquier lugar donde el propietario pueda adheridos a su
escaparate para dejados allí hasta que el espectáculo llegue a la ciudad. Por
el servicio se le regalan dos o tres pases. Pero algunos de estos tipos no
saben que el servicio se comprueba, o mejor dicho que lo comprobamos. Si los
carteles no están en el escaparate cuando llegamos a la ciudad entonces los
pases quedan sin validez alguna.
-Comprendo - dije
secamente -. Y por eso usted rompe los pases en sus mismas narices y delante de
los niños. Evidentemente ese hombre quitó los carteles de su establecimiento
demasiado pronto. O quizá esos pases se los ha regalado otro hombre que quitó los
carteles de su establecimiento.
-¿Y qué diferencia
hay? Los pases no sirven. -Quizá no haya diferencia alguna en eso. Pero, ¿se da
usted perfecta cuenta de lo que acaba de hacer?
Los ojos del hombre
se entornaron tratando de estudiarme y de calcular el poder que podría tener
yo. Luego añadí:
-Ha cometido usted
uno de los actos humanos más crueles. Ha humillado usted a ese hombre delante
de las niñas, de sus hijas. Les ha infligido usted una herida cuya cicatriz
perdurará a lo largo de todas sus vidas. Ese hombre se llevará a casa a las
niñas y su camino será largo, muy largo. ¿Y qué podrá decirle a sus hijas?
-¿Es usted
polizonte?
-No, no soy
polizonte. Los niños de esa edad consideran a su padre como el mejor hombre del
mundo. Le consideran el más amable, el más cariñoso, el más valiente de todos.
Y ahora siempre recordarán que un hombre, otro hombre, se portó mal con su
padre… y él no pudo hacer nada.
-De acuerdo, rompí
sus pases, ¿por qué no compró entradas corrientes? ¿Es usted algún inspector de
la ciudad? .
-No, tampoco soy un
inspector de la ciudad. ¿Y esperaba usted que ese hombre comprara entradas
después de la humillación que acababa de sufrir? Usted dejó al hombre sin
recursos morales. No podía comprar entradas y no podía tampoco crear una bien
justificada escena porque estaban los niños delante. No pudo hacer nada. Nada
en absoluto sino retirarse con las dos niñas que deseaban ver su miserable
circo y ahora ya no pueden hacerlo.
Miré al pie de su
cabina. Allí estaban todavía los fragmentos de muchos más sueños… las ruinas de
otros hombres que habían cometido el crimen capital de no dejar en sus
escaparates los carteles el tiempo suficiente. Luego añadí:
-Pudo usted decir:
“Lo siento, señor, pero sus pases no son válidos”. Y luego explicar cortés y pacíficamente
por qué.
-No me pagan para
ser cortés - dijo el hombre enseñando una dentadura amarillenta -. Y, señor…,
me gusta romper pases. Me produce satisfacción. ¿Comprende?
¡En efecto! Esto sí que se ve todos los días, y en todos los lugares. Claramente, a un sujeto le pagan por hacer su trabajo pero... ¿por qué es tan dificultoso hallar la cortesía? ¿Por qué contagiar a los demás de mal humor, llenarles de ansiedad o de estrés? ¿Es eso gratificante para sus míseras vidas? (Me enojo, me enojo...)
Allí estaba. Aquel
elemento era un hombrecillo al que se le había concedido un pequeño poder y lo
empleaba como un César.
El hombre se levantó
a medias de su asiento y añadió: -Ahora lárguese de aquí, señor, antes de que
baje y se lo haga comprender de otra manera.
Sí. Era un hombre
dotado de crueldad, una especie de animal nacido sin sentimientos ni
sensibilidad y destinado en el mundo a hacer todo el daño que pudiese mientras
existiera. Era una criatura que debía ser eliminada de la faz de la tierra.
Si yo tuviese el
poder de… Miré durante un momento hacia aquel retorcido rostro y luego giré
sobre mis talones para alejarme. En la parte alta del puente, tomé un autobús y
me apeé en una tienda de artículos para deporte que había en la calle 37.
Compré un revólver
del calibre 32 y una caja de munición.
¿Por qué no
asesinamos? ¿Porque no sentimos la justificación moral de tal acto final? ¿O
quizá se debe más a que tememos las consecuencias si nos descubren… lo que nos
pueda costar, a nuestras familias o a nuestros hijos?
Y así sufrimos las
humillaciones y los insultos con tremenda docilidad, las soportamos porque
eliminados nos costaría aun más sufrimientos de los que ya padecemos.
Pero yo no tenía
familia ni amigos íntimos. Y solamente me quedaban cuatro meses de vida.
El sol se había
puesto y las luces de la feria brillaban cuando me apeé del autobús en el
puente. Miré hacia la cabina del circo y allí estaba todavía el hombre sentado
en su garita.
“¿Cómo debía
hacerlo?”, me pregunté. Vi cómo otro hombre le relevaba en su puesto… al
parecer con gran alivio del primero. Encendió un cigarrillo y comenzó a caminar
lentamente hacia el oscuro frente del lago.
Me acerqué a él al
doblar una curva oculta por unos altos arbustos. Era un lugar solitario, pero
lo suficientemente cercano a la feria para que sus diferentes ruidos llegaran
todavía a mis oídos.
El hombre oyó
mis pasos y dio media vuelta. Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios y con
una mano se frotó los nudillos de la otra al mismo tiempo que decía:
-Está usted
buscándoselo, señor.
Sus ojos se
abrieron enormemente cuando vio el revólver que yo sostenía en la mano.
-¿Qué edad
tiene usted? - pregunté.
-Escuche, señor -
dijo el hombre rápidamente-. Solamente tengo en el bolsillo un par de billetes
de diez dólares.
-¿Qué edad tiene
usted? -repetí.
Sus ojos parpadearon
nerviosamente al responder: -Treinta y dos años.
Moví la cabeza
tristemente y comenté:
-Podía haber vivido
usted hasta los setenta y tantos quizá. Cuarenta años más de vida si se hubiera
tomado la simple molestia de actuar como un ser humano.
Bueno, aquí me queda la pregunta sobre qué es realmente actuar como un ser humano. Tal vez lo que es inhumano es actuar de manera sensible frente a las necesidades de las demás personas, ser paciente y demás. ¿Será que lo verdaderamente humano es la insensibilidad, la crueldad y el maltrato hacia nuestros iguales?
El hombre palideció
y preguntó:
-¿Está usted loco,
amigo?
-Es posible.
Y en aquel momento
apreté el gatillo.
El ruido del disparo
no fue tan fuerte como yo esperaba o quizá su eco se perdió entre los demás
ruidos de la feria.
El hombre se tambaleó
y luego cayó muerto en el borde del sendero que conducía al lago.
Tomé asiento en un
cercano banco del parque y esperé. ¿Acaso nadie había oído el disparo?
Repentinamente me di
cuenta de que sentía apetito. No había comido nada desde el mediodía. El pensamiento
de que me llevaran a una comisaría y me hiciesen preguntas durante largo tiempo
me parecía cosa intolerable. Y además me dolía mucho la cabeza.
Arranqué una página
de mi libreta de notas y comencé a escribir:
“Una palabra
descuidada puede perdonarse. Pero una vida de cruel grosería no. Este hombre
merece la muerte.” (Subrayas fuera del texto).
Estaba a punto de
firmar con mi nombre pero entonces decidí que mis iniciales serían suficientes
por el momento. No deseaba que me detuvieran antes de comer algo y tomar unas
aspirinas.
Doblé la hoja y la
coloqué en el interior del bolsillo superior de la americana del portero
muerto.
No me encontré con
nadie cuando retrocedí por el sendero y ascendí luego hacia el puente. Caminé
hasta llegar a Weschler’s, probablemente el mejor restaurante de la ciudad. Los
precios, en circunstancias normales, iban más allá de mis posibilidades
económicas, pero en aquellos momentos opiné que podía permitirme el lujo de
hacer un extraordinario.
Después de cenar
decidí que no estaría nada mal dar un paseo nocturno en autobús. Me gustaba
aquella forma de excursión a través de la ciudad y, después de todo, también
comprendía que mi libertad de movimientos muy pronto quedaría restringida.
El conductor del
autobús era claramente un hombre impaciente y aún estaba mucho más claro que
los pasajeros eran sus enemigos. Sin embargo la noche era hermosa y el autobús
no estaba muy lleno de gente.
En la calle 68, una
mujer de aspecto frágil, cabellos muy blancos y rasgos de camafeo esperaba en
la curva. El conductor, gruñendo, detuvo el vehículo y abrió la portezuela.
La mujer sonrió e
hizo un movimiento de cabeza, asintiendo, a los pasajeros cuando puso el pie en
el primer escalón. Se podía observar que la vida de aquella mujer era de suave
felicidad y de muy pocos viajes en autobús.
-¡Bien! - gritó el
conductor -. ¿Va usted a tardar todo el día en subir?
La mujer se sonrojó
y tartamudeó:
-Lo siento, señor…
Y al mismo tiempo le
entregó un billete de cinco dólares.
El hombre abrió los
ojos asombrado.
-¿No tiene usted
cambio? - preguntó.
La mujer se sonrojó
aún más y murmuró:
-No lo creo. Pero
miraré…
Era evidente que el
conductor iba adelantado en su itinerario y esperó.
Y otra cosa estaba
muy clara. Que estaba disfrutando enormemente con la escena.
La mujer encontró un
cuarto de dólar y lo sostuvo entre los dedos tímidamente.
-¡En la máquina! -
bramó el conductor.
La mujer dejó caer
la moneda en la máquina automática del cambio.
El conductor arrancó
el vehículo violentamente y la mujer casi cayó al suelo. Se las pudo arreglar
para asirse a tiempo a una de las barras de los asientos.
Sus ojos se posaron
sobre los pasajeros como si tratara de disculparse… por no haberse movido más
rápidamente, por no tener cambio, y por casi haberse caído. Una sonrisa
tembló en sus labios y luego tomó asiento.
En la calle 82, la
mujer hizo presión sobre el botón de aviso, se puso en pie y avanzó hacia la
parte delantera del vehículo.
El conductor miró
hacia atrás al mismo tiempo que detenía al autobús.
-¡Por la parte de
atrás! - gritó -. ¿Por qué no se acostumbrará la gente a usar la parte de
atrás?
Yo siempre fui
partidario de usar las portezuelas posteriores de los autobuses especialmente
cuando éstos van llenos de gente. Pero en aquel momento ocupaban el coche una
media docena de pasajeros que leían sus periódicos con terrible indiferencia.
La mujer se volvió,
palideciendo, y se dirigió a la portezuela trasera.
La tarde que había
pasado o la que pensaba pasar había quedado arruinada. Y quizá muchas más
tardes al acordarse de aquélla.
Yo seguí en el
autobús hasta el final de la línea.
Era el único
pasajero cuando el conductor dio la vuelta al vehículo y lo aparcó.
Se trataba de un
lugar desierto, una esquina mal iluminada y no había pasajeros esperando en el
pequeño refugio de la curva. El conductor lanzó una ojeada a su reloj, encendió
un cigarrillo y luego se dio cuenta de mi presencia.
-Si piensa usted
seguir en el coche, señor, ponga otros veinticinco centavos en la máquina. Aquí
no se da nada gratis - aclaró.
Me levanté de mi
asiento y caminé lentamente hacia la delantera del vehículo.
-¿Qué edad tiene
usted? -pregunté.
-Eso no le interesa.
-Unos treinta y
cinco años, imagino - dije -. Aún le quedaban por delante quizá unos treinta
años más…
Y al pronunciar
estas últimas palabras extraje el revólver del bolsillo.
El conductor dejó
caer al suelo el cigarrillo. -Llévese el dinero - dijo.
-No me interesa el
dinero. Estoy pensando en una dama muy educada y también en otros cientos de
damas más y en muchos hombres inofensivos y niños que sonríen. Usted es un
criminal. No existe justificación para lo que usted hace con ellos. Ni tampoco
existe justificación para que usted siga viviendo.
Y le maté.
Tomé asiento y
esperé.
Al cabo de diez
minutos aún estaba sentado solo en compañía del cadáver.
Me di cuenta de que
tenía sueño. Un sueño increíble. Sería mejor dormir durante toda una noche y
luego entregarme a la policía.
Escribí mi
justificación sobre la muerte del conductor en otra hoja de papel, añadí mis
iniciales, y se la metí en un bolsillo.
Tuve luego que
caminar a lo largo de cuatro manzanas de casas antes de encontrar un taxi que
me llevara a mi apartamento.
Dormí profundamente
y quizá soñé. Pero si lo hice, mis sueños fueron agradables e inocuos. Eran
casi las nueve de la mañana cuando desperté.
Después de ducharme
y desayunar calmosamente, elegí mi mejor traje. Recordé que aún no había pagado
la factura mensual del teléfono. Extendí un talón y luego lo metí en un sobre
en el que escribí la adecuada dirección. Luego descubrí que no tenía sellos.
“No importa -me dije-, compraré uno de camino a la comisaría.”
Curiosa y desbordante la personalidad del sujeto que, después de haber cometido alguna acción considerada como delictiva, reconociendo la obligatoriedad de la ley humana, decide entregarse voluntariamente. Maravilloso no sentir ningún tipo de remordimiento, sino simplemente haber actuado de principio a fin en pos del deber. ¡Fascinante!
Casi había llegado a
esta última cuando de nuevo recordé el sello. Me detuve en un almacén de la
esquina más próxima. Era un lugar en el que jamás había entrado antes.
El propietario,
ataviado con americana blanca, se hallaba sentado tras el mostrador leyendo el
periódico y un vendedor a comisión hacía notas en un libro de pedidos.
El dueño del
establecimiento ni siquiera miró cuando yo entré en la tienda y dijo al
vendedor:
-Tienen ya sus
huellas dactilares a causa de las notas, conocen su escritura, y también sus
iniciales, ¿qué le pasa a la policía?
El vendedor se
encogió de hombros y replicó:
-¿ Y para qué sirven
las huellas dactilares si el asesino no figura en los archivos de la policía?
Lo mismo ocurre con la escritura si no se la puede comparar con otra. ¿Y
cuántas personas en la ciudad tienen esas mismas iniciales L. T.?
El vendedor cerró su
libro y dijo a continuación:
-Volveré la semana
que viene.
Cuando se fue, el
propietario de la tienda continuó leyendo el periódico.
Yo aclaré la
garganta.
El hombre terminó de
leer un largo párrafo y luego alzó la cabeza.
-Dígame… -murmuró.
-Un sello de cuatro
centavos, por favor.
El hombre adoptó la
misma expresión que si en aquel momento yo le hubiese propinado una bofetada.
Me miró durante quince segundos, luego abandonó su taburete y lentamente se
dirigió hacia la parte posterior de la tienda donde había una pequeña ventana
enrejada.
Yo estaba a punto de
seguirle, pero en aquel momento llamó mi atención una pequeña exposición de
pipas que había a mi izquierda.
Al cabo de un rato
sentí que unos ojos se posaban sobre mí. Alcé la cabeza.
El dueño de la
tienda se halla en pie al final del establecimiento, apoyando una mano en la
cadera y sosteniendo en la otra el sello. Al cabo de un par de segundos,
preguntó:
-¿Acaso espera que
yo se lo lleve ahí?
Y en aquel preciso
momento recordé a un pequeño muchacho de seis años de edad que poseía cinco
centavos. Cinco centavos de aquellos tiempos, en los que se vendían tantos
dulces de infinitas variedades.
El chico, que en tal
caso había sido yo, acababa de entrar en el establecimiento arrastrado por el
atractivo escaparate donde se exhibían varias clases de dulces, y ya en el
interior del establecimiento había luchado con la indecisión. ¿Cuál elegir?
Bueno, le gustaban todos, pero no aquellas guindas escarchadas. No, aquello no
le gustaba.
Y entonces se había
dado cuenta de que el tendero se hallaba en pie al lado del escaparate,
golpeando con un pie sobre el suelo lleno de impaciencia. Los ojos del tendero
resplandecían de irritación… No, había sido algo más que eso, brillaban de
cólera.
«-¿Es que piensas
estar aquí todo el día con esa piojosa moneda en la mano?», le había preguntado
el hombre.
Aquel niño era un
niño muy sensible y las palabras del tendero le habían sentado tan mal como si
en aquel momento alguien le hubiese golpeado. Sus preciosos cinco centavos no
valían nada. Aquel hombre le había despreciado, y en él despreciaba a todos los
niños.
Luego había señalado
con la mano hacia el escaparate para casi tartamudear:
-Cinco centavos de
eso…
Cuando abandonó el
establecimiento descubrió que en la bolsa sólo llevaba guindas escarchadas.
Pero aquello no
importaba realmente. Aun cuando hubiese llevado otra cosa, tampoco habría
podido comerla.
Ahora miré al
propietario del establecimiento y al sello de cuatro centavos y a aquella
expresión de odio hacia todo ser humano que no contribuyese debidamente al
aumento de sus beneficios. No me quedaba la menor duda de que inmediatamente
sonreiría si me decidía a comprarle una de sus pipas.
Pero volví a pensar
en el sello de cuatro centavos y en aquel paquete de guindas que había arrojado
a la basura hacía muchos años.
Avancé hacia el
fondo del almacén y saqué el revólver del bolsillo.
-¿Qué edad tiene
usted? - pregunté.
Cuando murió no
esperé más qué el tiempo suficiente para escribir una nota. Esta vez había
matado para vengar unas horas de mi infancia y realmente necesitaba un trago.
Caminé a lo largo de
varias casas de la misma calle y entré en un pequeño bar. Pedí un coñac y un
vaso de agua.
Al cabo de diez
minutos escuché el ulular de la sirena de un coche patrulla.
El dueño del bar se
acercó a la ventana.
-Es en esta misma
calle - dijo al mismo tiempo que se quitaba la americana blanca-. Voy a ver qué
es lo que ocurre. Por favor, señor, si viene alguien diga usted que regreso en
seguida.
Luego colocó la botella de coñac sobre el mostrador y añadió:
-Sírvase usted
mismo…, pero dígame luego cuántas ha tomado.
Sorbí pacíficamente
el coñac y contemplé desde mi taburete la llegada de más coches patrulla y a
continuación la de la ambulancia.
El dueño del bar
regresó al cabo de diez minutos seguido por un cliente.
-Una cerveza corta,
Joe -pidió este último. -Este es mi segundo coñac -advertí yo.
Joe recogió las
monedas que yo deposité en el mostrador, y dijo:
-Han asesinado al
abacero de ahí abajo. Parece que ha sido el hombre que mata a la gente que no
es cortés.
El cliente observó
cómo Joe servía la cerveza en el vaso y preguntó:
-¿Cómo sabes eso?
Bien pudo ser un atraco… Joe movió la cabeza negativamente.
-No. Fred Masters,
el que tiene la tienda de televisión al otro lado de la calle, encontró el
cadáver y leyó la nota.
El cliente depositó
cinco centavos en el mostrador, y comentó:
-Me parece que no
voy a llorar su muerte. Yo siempre compraba en cualquier otro lado. Ese tipo te
vendía como si te estuviera haciendo un gran favor.
Joe asintió con un
movimiento de cabeza y replicó:
-Si. No creo que
nadie de la vecindad vaya a echarle mucho de menos. Era bastante inaguantable.
Yo estaba a punto de
salir del bar y acercarme hasta el almacén para entregarme, pero entonces pedí
otro coñac y saqué del bolsillo mi libreta de notas. Comencé a extender una
lista de nombres.
Era sorprendente
como un nombre seguía inmediatamente al otro. Eran recuerdos amargos, algunos
grandes y otros más pequeños, algunos que yo había experimentado y otros que
había presenciado… y que quizáme habían sentado mucho peor que a las víctimas.
Nombres. ¿Y el de
aquel almacenista? No lo recordaba, pero también debía incluirlo.
Recordé el día y a
la señorita Newman. Eramos sus alumnos de sexto grado y nos había llevado a
otra de sus excursiones… Esta vez a los almacenes que había a lo largo del río,
donde nos iba a enseñar “cómo trabajaba la industria”.
La señorita Newman
siempre proyectaba sus excursiones por adelantado y pedía permiso para visitar
los lugares adonde pensaba llevarnos, pero esta vez quizá se perdió o
desorientó y llegamos al almacén… ella y los treinta chiquillos que la
adoraban.
Y el almacenista la
había expulsado groseramente. Había empleado un lenguaje que nosotros no
entendíamos, pero que sí comprendíamos en su sentido, palabras dirigidas tanto
a la señorita Newman como a nosotros.
La señorita Newman
era una mujer de baja estatura que en aquel momento sintió un pánico terrible y
todos nos retiramos. Al parecer, se sintió tan humillada ante nosotros que al
día siguiente no apareció por la escuela ni volvió a hacerlo más, hasta que
supimos que había solicitado un traslado.
Y yo, que la
adoraba, sabía por qué. No podía ponerse delante de nosotros después de
aquello.
¿Viviría todavía
aquel individuo? Pensé que por entonces debía andar por los veintitantos años
de edad.
Cuando abandoné el
bar media hora más tarde, me di cuenta de que tenía por delante mucho trabajo.
Los días siguientes
fueron muy atareados, y entre otros, encontré al almacenista. Le dije por lo
que moría porque el hombre ni siquiera lo recordaba.
Y cuando terminé
aquella labor entré en un restaurante situado no muy lejos de mi última
ejecución.
La camarera
suspendió su conversación con la cajera y se acercó a mi mesa.
-¿Qué desea usted?
-preguntó.
Pedí un buen filete
y tomates.
El filete resultó lo
que se podía esperar de aquella vecindad. Cuando extendí la mano para tomar la
cucharilla del café, la dejé caer al suelo accidentalmente. Luego la recogí.
-Camarera -llamé -,
¿puede traerme otra cucharilla, por favor?
La mujer se acercó
airadamente a mi mesa y me arrebató la cucharilla de la mano.
-¿Qué le pasa,
señor? -interrogó-. ¿Sufre de temblores o algo parecido?
Regresó al cabo de
unos momentos y estaba a punto de depositar otra cucharilla sobre la mesa con
énfasis considerable cuando de repente se alteró la dura expresión de sus
facciones. Disminuyó el descenso del brazo y cuando la cuchara tocó el mantel
de la mesa lo hizo suavemente, muy suavemente.
Luego la mujer se
echó a reír nerviosa.
-Siento haber sido
tan grosera, señor.
Se trataba de una
disculpa, y por eso repliqué: -No tiene importancia, olvídelo.
-Quiero decir que
puede usted dejar caer al suelo la cucharilla siempre que guste. Me alegrará
servirle otra limpia.
-Gracias - murmuré,
atendiendo a mi café.
-No se habrá
ofendido usted, ¿verdad, señor? -No. En absoluto.
La mujer tomó un
periódico de una cercana mesa y dijo:
-Aquí tiene usted,
señor, puede usted leerlo mientras come. Quiero decir que es de la casa.
Gratis.
Cuando la mujer se
retiró, la cajera la miró con los ojos muy abiertos, y preguntó:
-¿Qué significa todo
esto, Mable?
Mable me miró de
reojo con cierta incomodidad.
-Nunca se puede
decir… no podemos asegurar quién es ese hombre. En estos días será mejor
mostrar más cortesía.
Mientras comí estuve
leyendo y hubo una noticia que me llamó sumamente la atención. Un hombre maduro
había calentado unos centavos en una sartén puesta al fuego y luego se los
había arrojado a unos cuantos niños que estaban jugando frente a Halloween, y
naturalmente se había producido graves quemaduras en las manos. El hombre había
sido multado con veinte miserables dólares.
Inmediatamente anoté
su nombre y dirección en mi libreta.
El doctor Briller
terminó su examen.
-Ya puede usted
vestirse, señor Turner.
Recogí mi camisa de
encima de una silla y comenté:
-Supongo que no
habrá salido ninguna nueva droga milagrosa desde la última vez que estuve aquí,
¿verdad?
El doctor se echó a
reír con toda naturalidad, y contestó:
-No, me temo que por
ahora no.
Luego contempló en
silencio cómo me abotonaba la camisa, y añadió:
-Y a propósito, ¿ha
decidido usted lo que va hacer con el tiempo que le queda?
Yo ya lo había
pensado, pero creí conveniente responder:
-No, todavía no.
El médico pareció
asombrarse profundamente y replicó:
-Ya debía haberlo
hecho. Sólo le quedan tres meses. Y, por favor, hágamelo
saber cuando lo decida.
Mientras terminaba
de vestirme el doctor se sentó ante su mesa de despacho y lanzó una ojeada al
periódico que descansaba sobre ella.
-El asesino parece
estar muy ocupado estos días, ¿eh? Luego volvió la página y añadió:
-Pero lo curioso del
caso, lo sorprendente de todo cuanto está ocurriendo en estos crímenes es la
reacción pública ante los mismos. ¿Ha leído usted las Cartas del Pueblo que se
han publicado recientemente?
-No.
-Estos asesinatos
parece que encuentran apoyo casi universal. Parece que hay mucha gente que los
aprueba. Algunas de las personas que escriben esas cartas dan la impresión de
que estarían dispuestas a suministrar al asesino unas cuantas víctimas más, si eso
pudiese ser.
Pensé en que tendría
que comprar un periódico.
-Y no solamente eso
- añadió el doctor Briller-, sino que en toda la ciudad ha estallado una
verdadera ola de cortesía.
Me puse el abrigo y
pregunté:
-¿He de volver
dentro de dos semanas?
El doctor dejó el
periódico a un lado y respondió:
-Sí. Y trate de
considerar su caso en la forma más alegre posible. Piense que todos hemos de
seguír el mismo camino, antes o después.
Pero ya tenía la
impresión de que para el doctor Briller siempre habría un “después” mejor que
un “antes”, en el futuro.
Mi cita con el
doctor Briller se había celebrado por la tarde y eran casi las diez de la noche
cuando dejé el autobús, y emprendí el corto paseo hasta mi apartamento.
Cuando me aproximaba
a la última esquina oí un disparo. Entré en la calle Milding Lane y encontré a
un hombrecillo que sostenía un revólver en la mano junto a un cuerpo
caído sobre la acera y que, a juzgar por su aspecto, no era más que un cadáver
ya.
Miré al muerto y
murmuré, asombrado: -¡Cielo santo! ¡Un policía!
El hombrecillo
asintió con un movimiento de cabeza.
-Sí - dijo -. Lo que
acabo de hacer parecerá un poco extremado, pero verá usted…, este agente estaba empleando un lenguaje totalmente innecesario…
-¡Ah! - exclamé.
El hombrecillo
volvió a asentir con otro movimiento de cabeza y añadió:
-Tenía mi coche
aparcado frente a esta bomba de incendios. Le aseguro a usted que
inadvertidamente.
Y este policía me
estaba esperando cuando regresé a mi coche. También descubrió que me había
olvidado en casa el permiso de conducir. Yo no hubiese actuado como lo hice si
el hombre se hubiese limitado a extenderme una multa, pues yo era culpable y lo
admito, señor, pero no se contentó con eso. Hizo embarazosas observaciones
acerca de mi inteligencia, de mi vista y sobre la posibilidad de que yo hubiera
robado este coche, y finalmente puso en duda la legitimidad de mi nacimiento…
El hombrecillo
parpadeó nerviosamente ante el recuerdo de esta última observación y añadió
casi en voz baja:
-Y mi madre era un
ángel, señor, un verdadero ángel…
Recordé
inmediatamente una vez que también yo había sido detenido cuando había cruzado,
inadvertidamente, un paso prohibido para peatones en una calle. Yo hubiese
aceptado gustosamente la reprimenda de costumbre e incluso una multa, pero el
agente insistió en pronunciar una auténtica conferencia ante un numeroso grupo
de personas que se habían reunido a nuestro alrededor, y que sonreían
divertidas. Fue de lo más humillante.
El hombrecillo miró
a la pistola que sostenía en la mano, y dijo:
-Compré hoy mismo
esto, y realmente intentaba emplearla con el superintendente de la casa donde
vivo. Es un fanfarrón.
Yo comenté,
asintiendo con un movimiento de cabeza:
-Insolentes
individuos.
El hombrecillo
suspiró hondo.
-Pero ahora supongo
que tendré que entregarme a la policía, ¿no le parece?
Lo pensé un poco y
el hombrecillo me miró fijamente.
Luego el hombrecillo
aclaró la garganta, y añadió:
-¿No le parece a
usted que debería dejar una nota sobre ese cadáver? Verá usted, estuve leyendo
en el periódico acerca de…
Inmediatamente le
presté mi libreta de notas.
El hombrecillo
escribió unas cuantas líneas, firmó con sus iniciales, y depositó la hoja de
papel entre los botones de la guerrera del agente muerto.
Luego me devolvió la
libreta, diciendo:
-Tengo que recordar
comprar una como ésta. Acto seguido abrió la portezuela de su coche y preguntó:
-¿Quiere que le deje
en algún sitio?
-No, gracias. Hace
una buena noche y prefiero pasear.
“Agradable
individuo”, pensé, cuando el coche se alejó.
Era una lástima que
no hubiese muchos como él.
FIN
Si desean escuchar el audio, aquí lo pueden encontrar, ya que soy una persona amable y lo he buscado para ustedes.
Sean amables y no arruinen la vida de otros por capricho :) No les cuesta nada!