miércoles, 29 de junio de 2011

Las máscaras - Giovanni Papini

Para el día de hoy les traigo un fragmento de un libro que me ha impactado en su lectura: Gog, de Giovanni Papini. De carácter controversial y con una sátira profunda, el autor, a lo largo de las historias plasmadas en esta novela, narra la historia de un personaje que artificiosamente obtuvo grandes riquezas, dando así libre paso a todos sus caprichos, desenmascarando a la sociedad en medio de cada una de las particulares anécdotas recogidas en su diario. Les dejo un curioso ejemplo.

Nagasaki, 3 febrero

Ayer compré tres máscaras japonesas antiguas, auténticas, maravillosas. En seguida las colgué en la pared de mi cuarto y no me sacio de mirarlas. El hombre es más artista que la Naturaleza. Nuestro rostros verdaderos parecen muertos y sin carácter ante estas creaciones obtenidas con un poco de madera y de laca.
Y al mirarlas pensaba: ¿Para qué el hombre cubre las partes de su cuerpo, incluso las manos (guantes), y deja desnuda la más importante, la cara? Si ocultamos todos los miembros por pudor o vergüenza, ¿por qué no esconder la cara, que es indudablemente la parte menos bella y perfecta?

Parece haber sido todo un personaje. Como periodista, le gustaba escandalizar a los lectores y criticar a los famosetes de la época. (http://batboyreads.blogspot.com/2009/12/el-piloto-ciego-de-giovanni-papini.html)
Los antiguos y los primitivos, en muchas cosas más inteligentes que nosotros, adoptaron y adoptan las máscaras para los actos graves ; bellos de la vida.
Los primitivos romanos, como hoy los salvajes, se ponían la máscara para atacar al enemigo en la guerra. Los hechiceros y los sacerdotes tenían máscaras de ceremonia para los encantamientos y los ritos. Los actores griegos y latinos no recitaban jamás sin máscara. En el Japón se danzaba siempre con la máscara (las que he comprado son precisamente máscaras para el baile Genjó-raku y pertenecen a la época de Heian). En la Edad Media los miembros de las hermandades llevaban la cara cubierta con una capucha provista de dos agujeros para los ojos. Y recuerdo el Profeta Velado del Korazan, el Consejo de los Diez de Venecia, la Máscara de Hierro... Guerra, arte, religión, justicia: nada grande se hacía sin la máscara.
Hoy es la decadencia. No la adoptan más que los bufones del carnaval, los bandidos y los automovilistas. El carnaval está casi muerto, y los salteadores de caminos van siendo cada vez más raros.
Con su peculiar estilo para mezclar lo fantástico con lo real, y obsesionado por la «perversa o enferma» psicología humana, el gran autor italiano utiliza la palabra para gritar contra la angustiosa realidad a la que se siente condenado. (http://librosmorrocotudos.com/?p=2108)

Me parece que las ventajas de la adopción universal de la máscara serían muchas.
Higiénica. Protección de la piel de la cara.
Estética. La máscara fabricada por encargo nuestro seria siempre mucho más bella que la cara natural y nos evitaría la vista de tantas fisonomías idiotas y deformes.
Moral. La necesidad de disimular -es decir, de componer nuestro rostro con arreglo a sentimientos que casi nunca experimentamos- se vería muy reducida, limitada únicamente a la palabra. Se podría visitar a un amigo desgraciado sin necesidad de fingir con la fisonomía del rostro un dolor que no sentimos.
Educativa. El uso prolongado de una misma máscara -como demuestra Max Beerbohm en su Happy Hypocrite- acaba por modelar el rostro de carne y transforma incluso el carácter de quien la lleva. El colérico que lleve durante muchos años una máscara de mansedumbre y de paz, acaba por perder los distintivos fisonómicos de la ira y poco a poco también la predisposición a enfurecerse. Este punto debería ser profundizado: aplicaciones a la pedagogía, al cultivo artificial del genio, etc. Un hombre que llevase durante diez años sobre la cara la máscara de Rafael y viviese entre sus obras maestras, por ejemplo, en Roma, se convertiría con facilidad en un gran pintor. ¿Por qué no fundar, basándose en estos principios, un Instituto para la fabricación de talentos?
La máscara, según mi opinión, debería ser una parte facultativa del vestido, como los guantes. ¿Por qué aceptar un rostro que, al mismo tiempo que es una humillación para nosotros, es una ofensa para los demás? Cada uno podría escoger para sí la fisonomía que más le gustase, aquella que estuviese más de acuerdo con su estado de ánimo. Cada uno de nosotros podría hacerse fabricar varias y ponerse ésta o aquélla según el humor del día y la naturaleza de las ocupaciones. Todos deberían tener en su guardarropa, junto con los sombreros, la máscara triste para las visitas de pésame y los funerales, la máscara patética y amorosa para los flirteos y los casamientos, la máscara riente para ir a la comedia o a las cenas con los amigos, y así por el estilo.

lunes, 27 de junio de 2011

Manifiesto Dadá en 1918 - Tristan Tzara

Escrito por Tristan Tzara y publicado en 1918 en el número 3 de la revista DADA de Zurich, el Manifiesto Dada es el primer manifiesto del movimiento dadaísta. Traigo su contenido a Lírica Bizarra porque, siendo el dadá la más radical de las vanguardias artísticas, concentra un deseo sumamente contracultural, queriendo alejarse en su obra de todo lo existente anteriormente, buscando de todas formas alejarse de la regla y de lo preestablecido.
La magia de una palabra
—DADA— que ha puesto a los periodistas
ante la puerta de un mundo
imprevisto, no tiene para nosotros
ninguna importancia


Marcel Duchamp. L.H.O.O.Q., que pronunciado en francés traduce al castellano: ''ella tiene el culo caliente''.

Para lanzar un manifiesto es necesario: A, B,C. Irritarse y aguzar las alas para conquistar y propagar muchos pequeños y grandes a, b, c, y afirmar, gritar, blasfemar, acomodar la prosa en forma de obviedad absoluta, irrefutable, probar el propio non plus ultra y sostener que la novedad se asemeja a la vida como la última aparición de una cocotte prueba la esencia de Dios. En efecto, su existencia ya fue demostrada por el acordeón, por el paisaje y por la palabra dulce. Imponer el propio A.B.C. es algo natural, y, por ello, deplorable. Pero todos lo hacen bajo la forma de cristal-bluff-madonna o de sistema monetario, de producto farmacéutico o de piernas desnudas invitantes a la primavera ardiente y estéril. El amor por lo nuevo es una cruz simpática que revela un amiquemeimportismo, signo sin causa, frágil y positivo. Pero también esta necesidad ha envejecido. Es necesario animar el arte con la suprema simplicidad: novedad. Se es humano y auténtico por diversión, se es impulsivo y vibrante para crucificar el aburrimiento. En las encrucijadas de las luces, vigilantes y atentas, espiando los años en el bosque. Yo escribo un manifiesto y no quiero nada y, sin embargo, digo algunas cosas y por principio estoy contra los manifiestos, como, por lo demás, también estoy contra los principios, decilitros para medir el valor moral de cada frase. Demasiado cómodo: la aproximación fue inventada por los impresionistas. Escribo este manifiesto para demostrar cómo se pueden llevar a cabo al mismo tiempo las acciones más contradictorias con un único y fresco aliento; estoy contra la acción y a favor de la contradicción continua, pero también estoy por la afirmación. No estoy ni por el pro ni por el contra y no quiero explicar a nadie por qué odio el sentido común.

Cabe aquí resaltar la importancia de la figura del ''manifiesto''. El contenido de un manifiesto es generalmente de carácter político, en el cual un grupo de personas expresan su voluntad de transformar el orden actual, conviertiéndolo con nuevas reglas fijadas en el presente por quienes apoyan y conforman dicha organización. Los artistas de vanguardia empiezan a usar asímismo la figura de los manifiestos para dar a entender que su arte va más allá de esa simple etiqueta, y que su deseo va más allá de estar presentes con su obra, simple y sencillamente como artistas, para llegar a tomar un lugar como verdaderos revolucionarios.
DADA— he aquí la palabra que lleva las ideas a la caza; todo burgués se siente dramaturgo, inventa distintos discursos y, en lugar de poner en su lugar a los personajes convenientes a la calidad de su inteligencia, crisálidas en sus sillas, busca las causas y los fines (según el método psicoanalítico que practica) para dar consistencia a su trama, historia que habla y se define. El espectador que trata de explicar una palabra es un intrigante: (conocer). Desde el refugio enguantado de las complicaciones serpentinas hace manipular sus propios instintos. De aquí nacen las desgracias de la vida conyugal.
Explicar: diversión de los vientres rojos con los molinos de los cráneos vacíos.
Dada no significa nada
Si alguien lo considera inútil, si alguien no quiere perder tiempo por una palabra que no significa nada….El primer pensamiento que se agita en estas cabezas es de orden bacteriológico…, hallar su origen etimológico, histórico o psicológico por lo menos. Por los periódicos sabemos que los negros Kru llaman al rabo de la vaca sagrada: DADA. El cubo y la madre en una cierta comarca de Italia reciben el nombre de DADA. Un caballo de madera, la nodriza, la doble afirmación en ruso y en rumano DADA. Sabios periodistas ven en todo ello un arte para niños, otros santones jesúshablaalosniños, el retorno a un primitivismo seco y estrepitoso, estrepitoso y monótono. No es posible construir la sensibilidad sobre una palabra. Todo sistema converge hacia una aburrida perfección, estancada idea de una ciénaga dorada, relativo producto humano. La obra de arte no debe ser la belleza en sí misma porque la belleza ha muerto; ni alegre; ni alegre ni triste, ni clara ni oscura, no debe divertir ni maltratar a las personas individuales sirviéndoles pastiches de santas aureolas o los sudores de una carrera en arco a través de las atmósferas. Una obra de arte nunca es bella por decreto, objetivamente y para todos. Por ello, la crítica es inútil, no existe más que subjetivamente, sin el mínimo carácter de genera­lidad. ¿Hay quien crea haber encontrado la base psíquica común a toda la humanidad? El texto de Jesús y la Biblia recubren con sus amplias y benévolas alas: la mierda, las bestias, los días. ¿Cómo se puede poner orden en el caos de infinitas e informes variaciones que es el hombre? El principio «ama a tu prójimo» es una hipocresía. «Conócete a ti mismo» es una utopia más aceptable porque también contiene la maldad. Nada de piedad. Después de la matanza todavía nos queda la esperanza de una humanidad purificada. Yo hablo siempre de mí porque no quiero convencer. No tengo derecho a arrastrar a nadie a mi río, yo no obligo a nadie a que me siga. Cada cual hace su arte a su modo y manera, o conociendo el gozo de subir como una flecha hacia astrales reposos o el de descender a las minas donde brotan flores de cadáveres y de fértiles espasmos. Estalactitas: buscarlas por doquier, en los pesebres ensanchados por el dolor, con los ojos blancos como las liebres de los ángeles.
Así nació DADA, de una necesidad de independencia, de des­confianza hacía la comunidad. Los que están con nosotros conservan su libertad. No reconocemos ninguna teoría. Basta de academias cubistas y futuristas, laboratorios de ideas formales. ¿Sirve el arte para amontonar dinero y acariciar a los gentiles burgueses? Las rimas acuerdan su tintineo con las monedas y la musicalidad resbala a lo largo de la línea del vientre visto de perfil. Todos los grupos de artistas han ido a parar a este banco a pesar de cabalgar distintos cometas. Se trata de una puerta abierta a las posibilidades de revolcarse entre muelles almohadones y una buena mesa.
Aquí echamos el ancla en la tierra feraz. Aquí tenemos derecho a proclamar esto porque hemos conocido los escalofríos y el desper­tar. Fantasmas ebrios de energía, hincamos el tridente en la carne distraída. Rebosamos de maldiciones en la tropical abundancia de vertiginosas vegetaciones: goma y lluvia es nuestro sudor, sangramos y quemamos la sed. Nuestra sangre es vigorosa.
El cubismo nació del simple modo de mirar un objeto: Cezanne pintaba una taza veinte centímetros más abajo de sus ojos, los cubistas la miran desde arriba complicando su aspecto sección perpendicular que sitúan a un lado con habilidad.. me olvido de los creadores ni de las grandes razones de la a. que ellos hicieron definitivas). El futurismo ve la misma traza un movimiento sucesivo de objetos uno al lado del otro, añadiendole maliciosamente alguna línea—fuerza. Eso no quita que la buena o mala, sea siempre una inversión de capitales intelectuales.
El nuevo pintor crea un mundo cuyos elementos son sus mismos medios, una obra sobria y definida, sin argumento. El artista nuevo protesta: ya no pinta (reproducción simbólica e ilusionista), sino que crea directamente en piedra, madera, hierro, estaño, bloques de organismos móviles a los que el límpido viento de las a inmediatas sensaciones hacer dar vueltas en todos los sentidos.
Toda obra pictórica o plástica es inútil; que, por lo u sea un monstruo capaz de dar miedo a los espíritus serviles y no algo dulzarrón para servir de ornamento a los refectorios de esos animales vestidos de paisano que ilustran tan bien esa fabula triste de la humanidad.
Un cuadro es el arte que se encuentren dos lineas geométricas que se ha comprobado que son paralelas, hacer que se encuentren en un lienzo, ante nuestros ojos, en una realidad que nos traslada a un mundo de otras condiciones y posibilidades. Este mundo no esta especificado ni definido en la obra, pertenece en sus innumerables variaciones al espectador. Para su creador la obra carece de causa y de teoría. Orden = desorden; yo = no-yo; afirmación = negación; éstos son los fulgores supremos de un arte absoluto. Absoluto en la pureza de cósmico y ordenado caos, eterno en el instante globular sin duración, sin respiración, sin luz y sin control.
Amo una obra antigua por su novedad. Tan sólo el contraste nos liga al pasado. Los escritores que enseñan la moral y discuten o mejoran la base psicológica, tienen, aparte del deseo oculto del beneficio, un conocimiento ridículo de la vida que ellos han clasificado, subdividido y canalizado. Se empeñan en querer ver danzar las categorías apenas se ponen a marcar el compás. Sus lectores se carcajean y siguen adelante: ¿con qué fin? Hay una literatura que no llega a la masa voraz. Obras de creadores nacidas de una auténtica necesidad del autor y sólo en función de sí mismo. Consciencia de un supremo egoísmo, en el que cualquier otra ley queda anulada.
Cada página debe abrirse con furia, ya sea por serios motivos, profundos y pesados, ya sea por el vórtice y el vértigo, lo nuevo y lo eterno, la aplastante espontaneidad verbal, el entusiasmo de los principios, o por los modos de la prensa. He ahí un mundo vacilante que huye, atado a los cascabeles de la gama infernal, y he ahí, por otro lado, los hombres nuevos, rudos, cabalgando a lomos de los sollozos.
He ahí un mundo mutilado y los medicuchos literarios preocu­pados por mejorarlo. Yo os digo: no hay un comienzo y nosotros no temblamos, no somos unos sentimentales. Nosotros desgarramos como un furioso viento la ropa de las nubes y de las plegarias y preparamos el gran espectáculo del desastre, el incendio, la des­composición. Preparamos la supresión del dolor y sustituimos las lágrimas por sirenas tendidas de un continente a otro. Banderas de intensa alegría viudas de la tristeza del veneno. DADA es la enseñanza de la abstracción; la publicidad y los negocios también son elementos poeticos.

Con el fin de expresar el rechazo de todos los valores sociales y estéticos del momento y todo tipo de codificación, los dadaístas recurrían con frecuencia a la utilización de métodos artísticos y literarios deliberadamente incomprensibles, que se apoyaban en lo absurdo e irracional. El dadaísmo literario se traduce sobre todo, en la actividad panfletaria (los siete manifiestos y numerosas revistas) y en la celebración de escandalosos festivales, a caballo entre el recital poético, el teatro de cabaret y la parodia sangrienta. En realidad se trataba de antiespectáculos, en los que los dadaístas, más que obras, se exhibían a sí mismos en las actitudes más provocadoras. (http://www.profesorenlinea.cl/artes/Dadaismo.htm)

Yo destruyo los cajones del cerebro y los de la organización social: desmoralizar por doquier y arrojar la mano del cielo al infierno, los ojos del infierno al cielo, restablecer la rueda fecunda de un circo universal en las potencias reales y en la fantasía individual.
La filosofia, he ahí el problema: por qué lado hay que empezar a mirar la vida, Dios, la idea y cualquier otra cosa. Todo lo que se ve es falso. Yo no creo que el resultado negativo sea más importante que la elección entre el dulce y las cerezas como postre. El modo de mirar con rapidez la otra cara dc una cosa para imponer directamente la propia opinión se llama dialéctica, o sea, el modo de regatear el espíritu de las patatas frutas bailando a su alrededor la danza del método.
Si yo grito:
IDEAL, IDEAL, IDEAL,
conocimiento, conocimiento, conocimiento
bumbúm, bumbúm, bumbúm,
registro con suficiente exactitud el progreso, la ley, la moral y todas las demás bellas cualidades de que tantas personas inteligentil han discutido en tantos libros para llegar, al fin, a confesar que cada uno, del mismo modo, no ha hecho más que bailar al compas de su propio y personal bumbúm y que, desde el punto de vista de tal bumbúm, tiene toda la razón: satisfacción de una curiosidad morbosa, timbre privado para necesidades inexplicables; baño; dificultades pecuniarias; estómago con repercusiones en la ‘ida; autoridad de la varita mística formulada en el grupo de una orquesta fantasma de arcos mudos engrasados con filtros a base de amoniaco animal. Con los impertinentes azules de un ángel han enterrado la interioridad por cuatro perras de unánime reconocimiento.
Si todos tienen razón, y si todas las píldoras son píldoras Pínk., tratemos de no tener razón. En general, se cree poder explicar racionalmente con el pensamiento lo que se escribe. Todo esto es relativo. El pensamiento es una bonita cosa para la filosofia, pero es relativo. El psicoanálisis es una enfermedad dañina, que adormece las tendencias antirreales del hombre y hace de la burguesía un sistema. No hay una Verdad definitiva. La dialéctica a una máquina divertida que nos ha llevado de un modo bastante trivial a las opiniones que hubiéramos tenido de otro modo. ¿Hay alguien que crea, mediante el refinamiento minucioso de la lógica,, haber demostrado la verdad de sus opiniones? La lógica constreñida por los sentidos es una enfermedad orgánica. A este elemento los filósofos se complacen en añadir el poder de observacion. Pero justamente esta magnífica cualidad del espíritu es la prueba de su impotencia. Se observa, se mira desde uno o varios puntos de vista y se elige un determinado punto entre millones de ellos queue igualmente existen. La experiencia también es un resultado del azar y de las facultades individuales.
La ciencia me repugna desde el momento en que se transforma en sistema especulativo y pierde su carácter de utilidad, que, aun siendo inútil, es, sin embargo, individual. Yo odio la crasa objetividad y la armonía, esta ciencia que halla que todo está en orden: continuad, muchachos, humanidad . . . La ciencia nos dice que somos los servidores de la naturaleza: Todo está en orden, haced el amor y rompeos la cabeza; continuad, muchachos, hombres, amables burgueses, periodistas vírgenes... Yo estoy contra los sistemas: el único sistema todavía aceptable es el de no tener sistemas. Completarse, perfeccionarse en nuestra pequeñez hasta colmar el vaso de nuestro yo, valor para combatir en pro y en contra del pensamiento, misterio de pan, desencallamiento súbito de una hélice infernal hacia lirios baratos.
La espontaneidad dadaísta
Yo llamo amíquémeimportismo a una manera de vivir en la que cada cual conserva sus propias condiciones respetando, no obstante, salvo en caso de defensa, las otras individualidades, el twostep que se convierte en himno nacional, las tiendas de antigüallas, el T.S.H., el teléfono sin hilos, que transmite las fugas de Bach, los anuncios luminosos, los carteles de prostíbulos, el órgano que difunde claveles para el buen Dios y todo esto, todo junto, y realmente sustituyendo a la fotografia y al catecismo unilateral.
La simplificidad activa.
La impotencia para discernir entre los grados de claridad: lamer la penumbra y flotar en la gran boca llena de miel y de excrementos. Medida con la escala de lo Eterno, toda acción es vana (si dejamos que el pensamiento corra una aventura cuyo resultado sería infinitamente grotesco; dato, también éste, importante para el conocimiento de la humana impotencia). Pero si la vida es una pésima farsa sin fin ni parto inicial, y como creemos salir de ella decentemente como crisantemos lavados, proclamamos el arte como única base de entendimiento. No importa que nosotros, caballeros del espiritu, le dediquemos desde siglos nuestros refunfuños. El arte no aflige a nadie y a aquellos que sepan interesarse por el recibiran, con sus caricias, una buena ocasión de poblar el pais con su conservación. El arte es algo privado y el artista lo hace para si mismo; una obra omprensible es el producto de periodistas.
Y me gusta mezclar en este momento con tal monstruosidad los colores al mezclar en este momento con tal monstruosidad los colores al oleo: un tubo de papel de plata, que, si se aprieta, vierte automáticamente odio, cobardia, y villania. EL artista, el poeta aprecia el veneno de la masa condensada en un jefe de sección de esta industria. Es feliz si se le insulta: eso es como una prueba de su coherencia. El autor, el artista elogiado por los periodicos, comprueba la comprensibilidad de su obra: miserable forro de un abrigo destinado a la utilidad publica: andrajos que cubren la brutalidad, meadas que colaboran al calor de un animal que incuba sus bajos instintos, fofa a insípida carne que se múltipla con la ayuda de los microbios tipograficos. Hemos tratado con dureza nuestra inclinación a las lagrimas. Toda filtración de esa naturaleza no es mas que diarrea almibarada. Alentar un arte semejante significa diferirlo. Nos hacen falta obras fuertes, rectas, precisas y, mas que nunca, incomprensibles. La logica es una complicación. La logica siempre es falsa. Ella guia los hilos de las nociones, las palabras en su forma exterior hacia las conclusiones de los centros ilusorios. Sus cadenas matan, minirapodo gigante que asfixia a la independencia. Ligado a la logica, el arte viviria en el incesto, tragándose su propia cola, su cuerpo, fornicando consigo mismo, y el genio se volveria una pesadilla alquitranada de protestantismo, un monumento, una marcha de intestinos grisáceos y pesados.

Dada niega todo lo racional, así como el uso lógico del lenguaje rompiendo la sintaxis convencional a través del juego de palabras o del azar. También intervienen y alteran las imágenes o elementos de reconocimiento social o cultural manipulados. (http://artechachi.blogspot.com/2010/04/movimiento-dada.html)

Pero la soltura, el entusiasmo y la misma alegria de la injusticia, esa pequeña verdad que nosotros practicamos con inocencia y que nos hace bellos (somos sutiles, nuestros dedos son maleables y resbalan como las ramas de esta planta insinuante y casi liquida) caracterizan nuestra alma, dicen los cinicos. Tambien ese es un punto de vista, pero no todas las flores, por fortuna, son sagradas, y lo que hay de divino en nosotros es el comienzo de la accion antihumana. Se trata, aquí, de una flor de papel para el ojal de los señores que frecuentan el baile de disfraces de la vida, cocina de la gracia, con blancas primas agiles o gordas. Esta gente comercio con lo que hemos desechado. Contradicción y unidad de las estrellas polares en un solo chorro pueden ser verdad, supuesto que alguien insista en pronunciar esta banalidad, apéndice de una moralidad libidinosa y maloliente. La moral consume, como todos los azotes de la inteligencia. El control de la moral y de la logica nos han impuesto la impasibilidad ante los agentes de policia, causa de nuestra esclavitud, putridas ratas de las que esta repleto el vientre de la burguesia, y que han infectado los unicos corredores de nítido y transparente cristal que aun seguían abiertos a los artistas.
Todo hombre debe gritar. Hay una gran tarea destructiva, negativa por hacer. Barrer, asear. La plenitud del individuo se afirma a continuación de un estado de locura, de locura agresiva y completa de un mundo confiado a las manos de los bandidos que se desgarran y destruyen los siglos. Sin fin ni designio, sin organización: la locura indomable, la descomposición. Los fuertes sobreviviran gracias a su voz vigorosa, pues son vivos en la defensa. La agilidad de los miembros y de los sentimientos flamea en sus flancos prismáticos.
La moral ha determinado la caridad y la piedad, dos bolas de sebo que han crecido, como elefantes, planetas, y que, aun hoy, son consideradas validas. Pero la bondad no tiene nada que ver con ellas. La bondad es lucida, clara y decidida, despiadada con el compromiso y la política. La moralidad es como una infusión de chocolate en las venas de los hombres. Esto no fue impuesto por una fuerza sobrenatural, sino por los trusts de los mercaderes de ideas, por los acaparadores universitarios. Sentimentalidad: viendo un grupo de hombres que se pelean y se aburren, ellos inventaron el calendario y el medicamento de la sabiduría. Pegando etiquetas se desencadeno la batalla de los filosofos (mercantilismo, balanza, medidas meticulosas y mezquinas) y por segunda vez se comprendio que la piedad es un sentimiento, como al diarrea en relacion con el asco que arruina la salud, que inmunda tarea de carroñas para comprometer al sol.
Yo proclamo la oposicion de todas las facultades cosmicas a tal blenorragia de putrido sol salido de las fabricas del pensamiento filosofico, y proclamo la lucha encarnizada con todos los medios del
Asco dadaísta
Toda forma de asco suceptible de convertirse en negacion de la familia es Dada; la protesta a puñetazos de todo el ser entregado a una accion destructiva es Dada; el conocimiento de todos los medios hasta hoy rechazados por el pudor sexual, por el compromiso demasiado comodo y por la cortesia es Dada; la abolicion de la logica, la danza de los impotentes de la creacion es Dada; la abolicion de la logica, la danza de los impotentes de la creacion es Dada; la abolicion de toda jerarquia y de toda ecuacion social de valores establecida entre los siervos que se hallan entre nosotros los siervos es Dada; todo objeto, todos los objetos, los sentimientos y las oscuridades, las apariciones y el choque preciso de las lineas paralelas son medios de lucha Dada; abolicion de la memoria: Dada; abolicion del futuro: Dada; confianza indiscutible en todo dios producto inmediato de la espontaneidad: Dada; salto elegante y sin prejuicios de una armonia a otra esfera; trayectoria de una palabra lanzada como un disco, grito sonoro; respeto de todas las individualidades en la momentanea locura de cada uno de sus sentimientos, serios o temerosos, timidos o ardientes, vigorosos, decididos, entusiastas; despojar la propia iglesia de todo accesorio inutil y pesado; escupir como una cascada luminosa el pensamiento descortes o amoroso, o bien, complaciendose en ello, mimarlo con la misma identidad, lo que es lo mismo, en un matorral puro de insectos para una noble sangre, dorado por los cuerpos de los arcangeles y por su alma. Libertad: DADA, DADA, DADA, aullido de colores encrespados, encuentro de todos los contrarios y de todas las contradicciones, de todo motivo grotesco, de toda incoherencia: LA VIDA.


sábado, 25 de junio de 2011

Bola de sebo - Guy de Maupassant

Vamos con el primer bizarro de la lista que tengo preparada. Se trata del escritor francés Guy de Maupassant, de la escuela del naturalismo, siendo uno de los mejores en trabajar este género. Los paisajes y los temas que describe en sus relatos conservan una perfección inimaginable: plasma el mundo en el papel, sin detalles absurdos; la crudeza de la realidad sin adornos innecesarios, sin dejar la lírica armoniosa de lado.

Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.
Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero -cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes-, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.
Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.
La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.
Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.
La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.
En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.
Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.
Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.
Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnaba verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba -escudándose para ello en la caballerosidad francesa- que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo lo trataban, que retenían todas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.
La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules, que arrastraban con arrogancia sus sables por aceras, no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés.
Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.
Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar; eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociante normando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte, por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos de otro.
A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del río hacia Croiset, Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáver de algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al agua de un empujón desde oscuras venganzas, salvajes y legítimas represalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas campales y sin estruendo glorioso.
Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea.
Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al rigor de su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las brutalidades que les atribuía y afirmaba su fama de crueles en el curso de su marcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la conveniencia del negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado todavía por el ejército francés, y se propusieron hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.
Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los que trataban amistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.
Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligencia de cuatro caballos para 10 personas, previamente inscritas en el establecimiento de un alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes, muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeración de transeúntes.
Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra, y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un viento norte descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y toda la noche.
Famoso por sus aventuras amorosas en las que nunca puso sentimiento, tan solo instinto animal, estaba orgulloso de sus conquistas y de su potencia sexual, llegando a presumir de que podía realizar el acto sexual diez veces seguidas en un lapso corto de tiempo. Amigo de prostitutas y a la vez de damas de alta sociedad, Maupassant frecuentó ambos mundos indistintamente. Su apetito sexual lo conducía a las primeras, mientras que el afán de destacar socialmente y cierto deleite intelectual lo dirigía a las reuniones de las otras. Sus cuentos contienen la fiel descripción de ambos mundos (http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/biografia.htm).
A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieron en el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar la diligencia.
Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, y la superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.
-Voy con mi mujer -dijo uno.
-Y yo.
El primero añadió:
-No pensamos volver a Ruán, y si los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.
Los tres eran de naturaleza semejante y, sin duda, por eso tenían aspiraciones idénticas.
Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito llevado por un mozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura, para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de sus camas, y se oía una voz de hombre dirigiéndose a las bestias, a intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto en un tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia; cesaba de pronto, y volvía a producirse con un brusca sacudida, acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en las piedras.
Cerrose de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.
Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, abrillantada y temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en una espuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio de la ciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más que ruido, encruzamiento de átomos ligeros que parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.
El hombre reapareció con su linterna, tirando de un ronzal sujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltas en torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano, sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establo para sacar la segunda bestia reparó en los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la nieve, y les dijo:
-¿Por qué no suben al coche y estarán resguardados al menos?
Sin duda no es les había ocurrido, y ante aquella invitación se precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a sus mujeres en la parte anterior y subieron; en seguida, otras formas borrosas y arropadas fueron instalándose como podían, sin hablar ni una palabra.
En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con carbón químico, y mientras lo preparaban, charlaron a media voz: cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.
Por fin, una vez enganchados en la diligencia seis rocines en vez de cuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz desde el pescante preguntó:
-¿Han subido ya todos?
Otra contestó desde dentro:
-Sí; no falta ninguno.
Y el coche se puso en marcha.
Avanzaba lentamente a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animales resbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo de mayoral restallaba, sin reposo, volteaba en todos sentidos, enrollándose y desenrollándose como una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo más grande.
La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos que un viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparado a una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillento se filtraba entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la resplandeciente blancura del campo donde aparecía, ya una hielera de árboles cubiertos de blanquísima escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.
A la triste claridad de la aurora lívida los viajeros empezaron a mirarse curiosamente.
Ocupando los mejores asientos de la parte anterior, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.
Antiguo dependiente de un vinatero, hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido la ruina de su principal. Vendiendo barato un vino malísimo a los taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y era un verdadero normando rebosante de astucia y jovialidad.
Tanto como sus bribonadas, comentábanse también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie podía referirse a él sin añadir como un estribillo necesario: "Ese Loiseau es insustituible".
De poca estatura, realzaba con una barriga hinchada como un globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de remate una faz arrebolada entre dos patillas canosas.
Alta, robusta, decidida, con mucha entereza en la voz y seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el cálculo aritmético de los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su actividad bulliciosa.
Junto a ellos iban sentados en la diligencia, muy dignos, como vástagos de una casta elegida, el señor Carré-Lamandon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado, enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siempre contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de oposición tolerante, sin más objeto que hacerse valer sus condescendencias cerca del Gobierno, al cual había combatido siempre "con armas corteses", que así calificaba él mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.
Sentada junto a la señora de Loiseau, menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con los ojos lastimosos el lamentable interior de la diligencia.
Inmediatamente a ellos se hallaban instalados el conde y la condesa Hurbert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de gallardo continente, hacía lo posible para exagerar, con los artificios de su tocado, su natural semejanza con el rey Enrique IV, el cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto de bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta honra singular, nombrado conde y gobernador de provincia.
Colega del señor de Carré-Lamadon en la Diputación provincial, representaba en el departamento al partido orleanista. Su enlace con la hija de un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible, y continuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa lució desde un principio aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con una distinción que se hizo proverbial, y hasta dio que decir sobre si estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis Felipe, agasajáronla mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones fueron las más brillantes y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.
Las posesiones de los Brevilles producían -al decir de las gentes- unos 500,000 francos de renta.
Por una casualidad imprevista, las señoras de aquellos tres caballeros acaudalados, representantes de la sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas, que veneran la religión y los principios, se hallaban juntas a un mismo lado, cuyos otros asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían correr entre sus dedos las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera recibido en plena faz una perdigonada. La otra, muy endeble, inclinaba sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por la fe devoradora de los mártires y de los iluminados.
Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.
El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía 20 años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el Gobierno, a causa de un error -o de una broma dispuesta intencionalmente-, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, los ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con ardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su obra, se retiró más que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.
La mujer que iba a su lado era una de las que llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo; de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges -como rosarios de salchichas gordas y enanas-, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.
Poseía también -a juicio de algunos- ciertas cualidades muy estimadas.
En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases "vergüenza pública", "mujer prostituida", fueron pronunciadas con tal descaro, que le hicieron levantar la cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.
Pronto la conversación se rehízo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Creíanse obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy fosco y malhumorado en presencia de una semejante libre.
También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores, en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra 600,000 francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría efectiva en El Havre.
Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su cualidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.
El coche avanzaba tan lentamente, que a las 10 de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunas lomas. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.
Al aumentar el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas las industrias.
Los caballeros corrían en busca de provisiones de cortijo, acercándose a todos los que veían próximos a la carretera; pero no pudieron conseguir ni un pedazo de pan, absolutamente nada, porque los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus provisiones, temerosos de que al pasar el ejército francés, falto de víveres, cogiera cuanto encontrara.
Era poco más de la una cuando Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás les ocurría otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándose a cada instante con más fuerza, hizo languidecer horriblemente las conversaciones, imponiendo, al fin, un silencio absoluto.
De cuando en cuando alguien bostezaba; otro le seguía inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su calidad, su carácter, su educación, abría la boca, escandalosa o disimuladamente, cubriendo con la mano las fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.
Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscase alguna cosa debajo de sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus compañeros de viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría 1,000 francos por un jamoncito. Su esposa dio un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la señora era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en broma se dijeran semejantes atrocidades.
-La verdad es que me siento desmayado -advirtió el conde-. ¿Cómo es posible que no se me ocurriera traer provisiones?
Todos reflexionaban de un modo análogo.
Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo ofreció, y rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a beber unas gotas, y al devolver el frasquito, agradeció el obsequio con estas palabras:
-Al fin y al cabo, calienta el estómago y distrae un poco el hambre.
Reanimose y propuso alegremente que, ante la necesidad apremiante, debían, como los náufragos de la vieja canción, comerse al más gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamente a Bola de Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente Cornudet sonreía. Las dos monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las manos hundidas en sus anchurosas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.
Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.
Tomó primero un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.
Bola de Sebo cogió un ala de pollo y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en Normandía.
El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y provisiones.
Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y dijo:
-La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.
Bola de sebo hizo un ofrecimiento amable:
-¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.
Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:
-Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?
Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:
-En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.
Llevaba en el bolsillo un periódico y lo extendió sobre sus muslos para no mancharse los pantalones; con la punta de un cortaplumas pinchó una pata de pollo muy lustrosa, recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y comenzó a comer tan complacido que aumentó con su alegría la desventura de los demás, que no pudieron reprimir un suspiro angustioso.
Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse rogar; y con los ojos bajos, se pusieron a comer de prisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas, teniendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.
Las mandíbulas trabajaban sin descanso; abríanse y cerrábanse las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle. Resistíase la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso con floreos retóricos, pidiole permiso a "su encantadora compañera de viaje" para servir a la dama una tajadita.
Bola de Sebo se apresuró a decir:
-Cuanto usted guste.
Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.
Al destaparse la primera botella de burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso de plata. Se lo iban pasando uno al otro, después de restregar el borde con una servilleta. Cornudet, por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los había puesto la moza.
Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré-Landon padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas, su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció; desmayose. Muy emocionado, el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían cómo procurarle, hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos que había en el vaso, advirtió:
-Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.
Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, balbució:
-Yo les ofrecería con mucho gusto...
Pero se interrumpió, temerosa de ofender con sus palabras la susceptibilidad exquisita de aquellas nobles personas; Loiseau completó la invitación a su manera, librando de apuro a todos:
-¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontramos ni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.
Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un "sí" pesaría.
El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:
-Aceptamos, agradecidos a su mucha cortesía.
Lo difícil era el primer envite. Una vez pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además de los pollos, un tarro de paté, una empanada, un pedazo de lengua, frutas, dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.
Imposible devorar las viandas y no mostrarse atentos. Era inevitable una conversación general en que la moza pudiese intervenir; al principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy discreta, los condujo insensiblemente a una confianza que hizo desvanecer todas las prevenciones. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura suave de gran señora que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que lograra manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.
Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas por los franceses: todas aquellas personas que huían del peligro alababan el valor.
Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:
-Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró: me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh! ¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer, con lágrimas en los ojos los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para estrangularlo. ¡No son más duros que los otros, no! ¡Se hundían bien mis dedos en su garganta! Y lo hubiera matado si entre todos no me lo quitan. Ignoro cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y al fin me dijeron que podía irme a El Havre... Así vengo.
La felicitaron; aquel patriotismo que ninguno de los viajeros fue capaz de sentir agigantaba, sin embargo, la figura de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de apóstol; así oye un sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los revolucionarios barbudos monopolizan el patriotismo como los clérigos monopolizan la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, y remató su discurso con párrafo magistral.
Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo; no, no pensaba como él; era bonapartista, y su indignación arrebolaba su rostro cuando balbucía:
-¡Yo hubiera querido verlos a todos ustedes en su lugar! ¡A ver qué hubieran hecho! ¡Ustedes tienen la culpa! ¡El emperador es su víctima! Con un gobierno de gandules como ustedes, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!
Cornudet, impasible, sonreía desdeñosamente; pero el asunto tomaba ya un cariz alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a duras penas y proclamó, en frases corteses, que son respetables todas las opiniones.
Entre tanto, la condesa y la esposa del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y reverenciaban con instinto femenil a todos los gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente sentíanse atraídas hacia la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las más prudentes y encopetadas.
Se había vaciado la cesta. Repartida entre 10 personas, aun pareció escasez su abundancia, y casi todas lamentaron prudentemente que no hubiera más. La conversación proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.
Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. Las señoras Carré-Lamdon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas.
El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado la nieve del camino parecía desenrollarse bajo los reflejos temblorosos.
En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet; Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza para evitar el castigo de un puño cerrado y certero.
En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de 14 horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio.
Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por el alemán.
La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato que le daba el aspecto recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote -que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado que no era fácil ver dónde terminaba-, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca.
En francés-alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.
Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:
-Buenas noches, caballero.
El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.
Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual su patria en situaciones tan desagradables; y de modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar caminos.
Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, lo examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.
Luego dijo, en tono brusco:
-Está bien.
Y se retiró.
Respiraron todos. Aún tenían hambre y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.
Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán asmático y obeso que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.
Al entrar hizo esta pregunta:
-¿La señorita Isabel Rousset?
Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:
-¿Qué ocurre?
-Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.
-¿Para qué?
-Lo ignoro, pero quiere hablarle.
-Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.
Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:
-Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.
Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:
-Lo hago solamente por complacerlos a ustedes.
La condesa le estrechó la mano al decir:
-Agradecemos el sacrificio.
Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviera.
Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.
Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:
-¡Miserable! ¡Ah, miserable!
Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondió a las preguntas y se limitaba a repetir:
-Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.
Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar a trasluz su transparencia. Cuando bebía sus barbazas -de color de su brebaje predilecto- estremecíanse de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.
El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también porque tenía un hijo soldado. Se dirigía siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.
Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando, aconsejaba:
-Más prudente fuera que callases.
Pero ella, sin hacer caso, proseguía:
-Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura... lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos los días, y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda.¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: habiendo tantas gentes que trabajaban para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una compasión que se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más.¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñando; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.
Cornudet dijo campanudamente:
-La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender la patria.
La vieja murmuró:
-Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?
Los ojos de Cornudet se abrillantaron:
-¡Magnífico, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerras, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.
Levantose Loiseau y, acercándose al fondista, le habló en voz baja. Oyéndolo, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.
Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.
Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba "misterios de pasillo".
Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebozando en su peinador de casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales raspados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.
Hablaron y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:
-¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?
Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:
-Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y además, aquí sería una vergüenza.
Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aun y en voz más recia, le dijo:
-¿No lo comprende?... ¿Cuando hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?
Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo, debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.
Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:
-¿Me quieres mucho, vida mía?
Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó resonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.
Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándolo dentro de la posada, salieron a buscarlo y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno pelaba papas; otro, muy barbudo y grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban "en las tropas de la guerra", indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.
El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:
-¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusianos: vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por la falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad... Son los ricos los que hacen las guerras crueles.

Antitético al espiritualismo y al optimismo ideológico de la cultura romántica, en el naturalismo se subraya la dependencia del hombre de las condiciones ambientales y denuncia los límites concretos de su personalidad ética. Se desplaza toda la atención no tanto hacia la naturaleza, anulada por un pesimismo opuesto al optimismo ilustrado, como hacia la sociedad entendida como un mecanismo de atropello y de embrutecimiento del individuo (http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/Estilo.htm).
Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y graciosa; "Repueblan"; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase "Restituyen".
Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.
El conde lo interrogó:
-¿No le habían mandado enganchar a las ocho?
-Sí; pero después me dieron otra orden.
-¿Cuál?
-No enganchar.
-¿Quién?
-El comandante prusiano.
-¿Por qué motivo?
-Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.
-Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?
-No; el posadero, en su nombre.
-¿Cuándo?
-Anoche, al retirarme.
Los tres caballeros volvieron a la posada bastante intranquilos.
Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas lo dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que lo llamasen antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando se hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar con él de sus asuntos civiles.
Mientras los maridos aguardaban en la cocina, las mujeres volvieron a sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado.
Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcito de hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como el personaje que chupaba en ella -una pipa que parecía servir a la patria tanto como Cornudent-, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada.
Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente trabajada, tan negra como los dientes que la oprimían pero brillante, perfumada, con una curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.
Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamas del hogar como en la espuma del jarro; después de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes macilentos.
Loiseau, con el pretexto de salir a estirar las piernas, recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaban el provenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaría el advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que apareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro; y su pipa embalsamaba el ambiente.
A las 10 bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas apremiantes, pero él sólo pudo contestar:
-El comandante me dijo: "Señor Follenvie, no permita usted que mañana enganche la diligencia. Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga".
Entonces resolvieron avistarse con el oficial prusiano. El conde le hizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamdon su nombre y sus títulos.
El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiera almorzado. Faltaba una hora.
Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo estaba febril y extraordinariamente desconcertada.
Acababan de tomar el café cuando les avisó el ordenanza.
Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrar a Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus cálculos pactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.
Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestre de algún ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplar de la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares victoriosos!
Luego dijo:
-¿Qué desean ustedes?
El conde tomó la palabra:
-Deseamos proseguir nuestro viaje, caballero.
-No.
-Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de tan imprevista detención?
-Mi voluntad.
-Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongo que nada justifica tales rigores.
-Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes retirarse.
Hicieron una reverencia y se retiraron.
La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento: se creían ya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entre la manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente, se acercó a la mesa.
El conde cogió los naipes, Bola de Sebo hizo treinta y una. El interés del juego ahuyentaba los temores.
Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.
Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:
-El oficial prusiano pregunta si la señora Isabel Rousset se ha decidido ya.
Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:
-Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!
El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Negose al principio, hasta que reventó exasperada:
-¿Qué quiere?... ¿Qué quiere?... ¿Que quiere?... ¡Nada! ¡Estar conmigo!
La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamoreo de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente, sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.
Cuando le efervescencia hubo pasado, comieron. Se habló poco. Meditaban.
Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una partida de ecarté, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie sólo pensaba en sus cartas, ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a repetir:
-Al juego, al juego, señores.
Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hasta se olvidaba de escupir y respiraba con estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma, desde los más graves y profundos a los chillidos roncos y destemplados que lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.
No quiso retirarse cuando su mujer, muerta de sueño, bajó en su busca, y la vieja se volvió sola porque tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.
Cuando se convencieron de que no eran posible arrancarle ni media palabra, lo dejaron para irse cada cual a su alcoba.
Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Entretuviéronse dando paseos en torno de la diligencia.
Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvar las apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?
Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su opinión.
Al mediodía, para distraerse del aburrimiento, propuso el conde que diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjas pasaban las horas en la iglesia o en casa del párroco.
El frío, cada vez más intenso, les pellizcaba las orejas y las narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio. Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón oprimido y el alma helada.
Las cuatro señoras iban y las seguían a corta distancia los tres caballeros.
Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio tan humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.
El señor Carré-Lamdon hizo notar que si los franceses, como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los otros dos en cuidado semejante ocurrencia.
-¿Y si huyéramos a pie? -dijo Loiseau.
-¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras? -exclamó el conde-. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de guerra.
-Es cierto, no hay escape.
Y callaron.
Las señoras hablaban de vestidos; pero por su ligera conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.
Cuando apenas lo recordaban, apareció el oficial prusiano en el extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del barro las botas primorosamente charoladas.
Inclinose al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.
La moza se ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas padecieron la humillación de que las viera el prusiano en la calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.
Y hablaron de su empaque, de su rostro. La señora Carré-Lamdon, que por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsar a muchas mujeres.
Ya en casa, no se habló más del asunto. Se intercambiaron algunas actitudes con motivos insignificantes. La cena, silenciosa, terminó pronto, y cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el hastío.
Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.
La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura en casa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.
Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje.
Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.
Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo estallar:
-No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Si la conoceremos! En Rúan lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora; el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa. Y hoy que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: "Ésta quiero" y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.
Estremeciéronse las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano.
Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.
Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:
-Tratemos de convencerla.
Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todos opinaban en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, para no proferir palabras vulgares.
Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospechara el argumento de la conversación; de tal modo se cubrían con flores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiende a las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal aventura las divertía, sintiéndose a gusto, en su elemento, interviniendo en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla siquiera.
Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El conde se permitió alusiones bastantes atrevidas -pero decorosamente apuntadas- que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audacias no lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea, expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos: "¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?" La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menos al prusiano que a otro cualquiera.
Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes; quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que deberían abrir al enemigo la ciudadela viviente.
Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al asunto.
Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de Sebo; pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.
Callaron, y la sorpresa prolongó aquel silencio, no permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretas de salón, dirigió a la moza esta pregunta:
-¿Estuvo muy bien el bautizo?
Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó con esta frase:
-Algunas veces consuela mucho rezar.
Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con ella, para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.
Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus. Cleopatra, esclavizando con los placeres de su lecho a todos los generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados; que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.
Discretamente, fue mencionada la inglesa linajuda que se mandó inocular una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en la cita fatal.
No es en absoluto necesario recurrir al vocabulario extravagante, complicado, numeroso e ininteligible que se nos impone hoy día, bajo el nombre de escritura artística, para fijar todos los matices del pensamiento; sino que deben distinguirse con extrema lucidez todas las modificaciones del valor de una palabra según el lugar que ocupa. Utilicemos menos nombres, verbos y adjetivos de un sentido casi incomprensible y más frases diferentes, diversamente construidas, ingeniosamente cortadas, repletas de sonoridades y ritmos sabios. Esforcémonos en ser unos excelentes estilistas en lugar de coleccionistas de palabras raras (http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/prologo.htm).
Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando en cuando el entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.
De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.
Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas en más íntimas reflexiones.
Bola de Sebo no despegaba los labios. Dejáronla reflexionar toda la tarde.
Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.
Bola de Sebo respondió ásperamente.
-Nunca me decidiré a eso.¡Nunca, nunca!
Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades -y sin que saltase al paso ninguna-, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas -la más respetable por su edad- y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres causísticas, era su doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abrahán; también ella hubiese matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma, "el fin justifica los medios", con esta pregunta:
-¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?
-¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.
Y continuaron así discurriendo acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque lo suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.
La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. Iban llamadas a El Havre para asistir a cientos de soldados con viruela. Detalló las miserias de tan cruel enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger heridos en lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro descarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la guerra.
Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la oportunidad de sus palabras.
Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.
La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado.
Todo estaba convenido.
En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un " hombre serio" que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se metió de lleno en el asunto.
-¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una... liberalidad muchas veces por usted consentida?
La moza callaba.
El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser "el señor conde", muy galante con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el "imborrable agradecimiento". Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:
-No seas tirana, permite al infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país.
La moza, sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de señoras.
Ya en casa se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?
Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isabel se hallaba indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El conde se acercó al posadero y le preguntó en voz baja:
-¿Ya está?
-Sí.
Por decoro no preguntó más; hizo una mueca de satisfacción dedicada a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejó una retozona sonrisa en los rostros.
Loiseau no pudo contenerse:
-¡Caramba! Convido champaña para celebrarlo.
Y se le amargaron a la señora Loiseau aquellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.
Mostrándose a cual más comunicativo y bullicioso, rebosaba en sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha, jovial.
De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en alto, aulló:
-¡Silencio!
Todos callaron estremecidos.
-¡Chist! -y arqueaba mucho las cejas para imponer atención.
Al poco rato dijo con suma naturalidad.
-Tranquilícense. Todo va como una seda.
Pasado el susto, le rieron la gracia.
Luego repitió la broma:
-¡Chist!...
Y cada 15 minutos insistía. Como si hablara con alguien del piso alto, daba consejos de doble sentido, producto de su ingenio de comisionista. Ponía de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:
-¡Pobrecita!
O mascullaba una frase rabiosa:
-¡Prusiano asqueroso!
Cuando estaban distraídos, gritaban:
-¡No más! ¡No más!
Y como si reflexionase, añadía entre dientes:
-¡Con tal que volvamos a verla y no la haga morir, el miserable!
A pesar de ser aquellas bromas de gusto deplorable, divertían a los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la indignación, como todo, es relativa y conforme al medio en que se produce. Y allí respiraban un aire infestado por todo género de malicias impúdicas.
Al fin, hasta las damas hacían alusiones ingeniosas y discretas. Se había bebido mucho, y los ojos encandilados chisporroteaban. El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad, comparando su goce al que pueden sentir los exploradores polares, bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse un camino hacia el Sur.
Loiseau, alborotado, levantose a brindar.
-¡Por nuestro rescate!
En pie, aclamaban todos, y hasta las monjitas, cediendo a la general alegría, humedecían sus labios en aquel vino espumoso que no habían probado jamás. Les pareció algo así como limonada gaseosa, pero más fino.
Loiseau advertía:
-¡Qué lastima! Si hubiera un piano podríamos bailar un rigodón.
Cornudet, que no había dicho ni media palabra, hizo un gesto desapacible. Parecía sumergido en pensamientos graves, y de cuando en cuando estirábase las barbas con violencia, como si quisiera alargarlas más aún.
Hacia medianoche, al despedirse, Loiseau, que se tambaleaba, le dio un manotazo en la barriga, tartamudeando:
-¿No está usted satisfecho? ¿No se le ocurre decir nada?
Cornudet, erguido el rostro y encarado con todos, como si quisiera retratarlos con una mirada terrible, respondió:
-Sí, por cierto. Se me ocurre decir a ustedes que han fraguado una canallada.
Se levantó y se fue repitiendo:
-¡Una canallada!
Era como un jarro de agua. Loiseau quedose confundido; pero se repuso con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:
-Están verdes, para usted... están verdes.
Como no le comprendían, explicó los "misterios del pasillo". Entonces rieron desaforadamente; parecían locos de júbilo. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!
-Pero ¿está usted seguro?
-¡Tan seguro! Como que lo vi.
-¿Y ella se negaba...?
-Por la proximidad... vergonzosa del prusiano.
-¿Es cierto?
-¡Ciertísimo! Pudiera jurarlo.
El conde se ahogaba de risa; el industrial tuvo que sujetarse con las manos el vientre, para no estallar.
Loiseau insistía:
-Y ahora comprenderán ustedes que no le divierta lo que pasa esta noche.
Reían sin fuerzas ya, fatigados, aturdidos.
Acabó la tertulia. "Felices noches."
La señora Loiseau, que tenía el carácter como una ortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon, "la muy fantasmona", rió de mala gana, porque pensando en lo de arriba se le pusieron los dientes largos.
-El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Es una vergüenza como está el mundo!
Y durante la noche resonaron continuamente, a lo largo del oscuro pasillo, estremecimientos, rumores tenues apenas perceptibles, roces de pies desnudos, alientos entrecortados y crujir de faldas. Ninguno durmió, y por debajo de todas las puertas asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos de las bujías.
El champaña suele producir tales consecuencias, y, según dicen, da un sueño intranquilo.
Por la mañana, un claro sol de invierno hacía brillar la nieve deslumbradora.
La diligencia, ya enganchada, revivía para proseguir el viaje, mientras las palomas de blanco plumaje y ojos rosados, con las pupilas muy negras, picoteaban el estiércol, erguidas y oscilantes entre las patas de los caballos.
El mayoral, con su chamarra de piel, subido en el pescante, llenaba su pipa; los viajeros, ufanos, veían cómo les empaquetaban las provisiones para el resto del viaje.
Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.
Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, hubiérase dicho que ninguno la veía, que ninguno reparaba en ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.
La moza quedó aturdida; pero sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otra se limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible casi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud que se rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera comunicárseles.
Fueron acomodándose ya en la diligencia, y la moza entró después de todos para ocupar su asiento.
Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:
-Menos mal que no estoy a su lado.
El coche arrancó. Proseguían el viaje.
Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Sentíase a la vez indignada contra sus compañeros, arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.
Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamdon, puso fin al silencio angustioso:
-¿Conoce usted a la señora de Etrelles?
-¡Vaya! Es amiga mía.
-¡Qué mujer tan agradable!
-Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta... Una maravilla.
El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, oíanse algunas de sus palabras: "...Cupón... Vencimiento... Prima... Plazo..."
Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésique con su mujer.
Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.
Cornudet, inmóvil, reflexionaba.
Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:
-Hace hambre.
Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en rebanadas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.
-Un ejemplo digno de ser imitado -advirtió la condesa.
Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra "Sucesos" en una de sus caras.
Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillos de su gabán, sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y partículas de yema sobre sus barbas.
Bola de Sebo, en la turbación de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.
Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; sentíase la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; irguióse, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.
Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: "No es mía la culpa".
La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:
-Se avergüenza y llora.
Las monjitas reanudaron su rezo después de envolver en papel el sobrante de longaniza.
Y entonces Cornudet -que digería los cuatro huevos duros- estiró sus largas piernas bajo el asiento delantero, reclinose, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.
En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, removíanse, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.
Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:
Patrio amor que a los hombres encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.
Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.
Y la moza lloraba sin cesar; a veces un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.


FIN