viernes, 10 de octubre de 2014

Beatriz - La polución (Mario Benedetti)

Desde hace aproximadamente un año me hice la promesa de que empezaría a leer literatura latinoamericana. Yo vivo en el rollo de la literatura universal, y mi fuerte es como tal el romanticismo y el realismo, así que pasar a la contemporánea me parece un poco drástico, pero decidí hacerlo como por algo de aquello que llaman 'cultura general'. Ha sido complicado porque, aunque he tenido algunas buenas experiencias literarias, no me he podido dedicar mucho al tema porque vivo muy ocupada, y a veces me descuido incluso a tal punto de dejar de lado mis pasiones. 

El día de hoy quiero compartirles un capítulo breve del último libro de literatura latinoamericana que leí: 'Primavera con una esquina rota', de Mario Benedetti. Fue una experiencia interesante. Lo leía cada vez que tenía tiempo al ir en el transporte público. Hay muchos capítulos para resaltar, la estructura es muy interesante y, como tal, la historia es buena, lo admito. Trata acerca de la historia de un preso político y de las personas importantes de su vida, y cada uno va contando la historia desde su punto de vista. 

Por eso este capítulo se titula 'Beatriz' (los títulos se repiten dependiendo de quién narra), entre paréntesis 'La polución'. Beatriz es la pequeña hija de Santiago, el protagonista. Cuenta con aproximadamente ocho años, y en los capítulos del libro se describe su graciosa y particular manera de pensar.
Espero les agrade y, si es el caso, se animen a leer el libro. Disculpen la larga introducción, me estaba desahogando ;)


Dijo el tío Rolando que esta ciudad se está poniendo imbancable de tanta polución que tiene. Yo no dije nada para no quedar como burra pero de toda la frase sólo entendí la palabra ciudad. Después fui al diccionario y busqué la palabra imbancable y no está. El domingo, cuando fui a visitar al abuelo le pregunté qué quería decir imbancable y él se ríó y me explicó con buenos modos que quería decir insoportable. Ahí sí comprendí el significado porque Graciela, o sea mi mami, me dice algunas veces, o más bien casi todos los días, por favor Beatriz por favor a veces te pones verdaderamente insoportable. Precisamente ese mismo domingo a la tarde me lo dijo, aunque esta vez repitió tres veces por favor por favor por favor Beatriz a veces te pones verdaderamente insoportable, y yo muy serena, habrás querido decir que estoy imbancable, y a ella le hizo gracia, aunque no demasiada pero me quitó la penitencia y eso fue muy importante. La otra palabra, polución, es bastante más difícil. Esa sí está en el diccionario. Dice, polución: efusión de semen. Qué será efusión y qué será semen. Busqué efusión y dice: derramamiento de un líquido. También me fijé en semen y dice: semilla, simiente, líquido que sirve para la reproducción.
O sea que lo que dijo el tío Rolando quiere decir esto: esta ciudad se está poniendo insoportable de tanto derramamiento de semen. Tampoco entendí, así que la primera vez que me encontré con Rosita mi amiga, le dije mi grave problema y todo lo que decía el diccionario. Y ella: tengo la impresión de que semen es una palabra sensual, pero no sé qué quiere decir. Entonces me prometió que lo consultaría con su prima Sandra, porque es mayor y en su escuela dan clase de educación sensual. El jueves vino a verme muy misteriosa, yo la conozco bien cuando tiene un misterio se le arruga la nariz, y como en la casa estaba Graciela, esperó con muchísima paciencia que se fuera a la cocina a preparar las milanesas, para decirme, ya averigüé, semen es una cosa que tienen los hombres grandes, no los niños, y yo, entonces nosotras todavía no tenemos semen, y ella, no seas bruta, ni ahora ni nunca, semen sólo tienen los hombres cuando son viejos como mi padre o tu papi el que está preso, las niñas no tenemos semen ni siquiera cuando seamos abuelas, y yo, qué raro eh, y ella, Sandra dice que todos los niños y las niñas venimos del semen porque este liquido tiene bichitos que se llaman espermatozoides y Sandra estaba contenta porque en la clase había aprendido que espermatozoide se escribe con zeta. Cuando se fue Rosita yo me quedé pensando y me pareció que el tío Rolando quizá había querido decir que la ciudad estaba insoportable de tantos espermatozoides (con zeta) que tenía. Así que fui otra vez a lo del abuelo, porque él siempre me entiende y me ayuda aunque no exageradamente, y cuando le conté lo que había dicho tío Rolando y le pregunté si era cierto que la ciudad estaba poniéndose imbancable porque tenía muchos espermatozoides, al abuelo le vino una risa tan grande que casi se ahoga y tuve que traerle un vaso de agua y se puso bien colorado y a mí me dio miedo de que le diera un patatús y conmigo solita en una situación tan espantosa. Por suerte de a poco se fue calmando y cuando pudo hablar me dijo, entre tos y tos, que lo que tío Rolando había dicho se refería a la contaminación atmosférica.
Yo me sentí más bruta todavía, pero enseguida él me explicó que la atmósfera era el aire, y como en esta ciudad hay muchas fábricas y automóviles todo ese humo ensucia el aire o sea la atmósfera y eso es la maldita polución y no el semen que dice el diccionario, y no tendríamos que respirarla pero como si no respiramos igualito nos morimos, no tenemos más remedio que respirar toda esa porquería. Yo le dije al abuelo que ahora sacaba la cuenta que mi papá tenía entonces una ventajita allá donde está preso porque en ese lugar no hay muchas fábricas y tampoco hay muchos automóviles porque los familiares de los presos políticos son pobres y no tienen automóviles. Y el abuelo dijo que sí, que yo tenía mucha razón, y que siempre había que encontrarle el lado bueno a las cosas. Entonces yo le di un beso muy grande y la barba me pinchó más que otras veces y me fui corriendo a buscar a Rosita y como en su casa estaba la mami de ella que se llama Asunción, igualito que la capital de Paraguay, esperamos las dos con mucha paciencia hasta que por fin se fue a regar las plantas y entonces yo muy misteriosa, vas a decirle de mi parte a tu prima Sandra que ella es mucho más burra que vos y que yo, porque ahora sí lo averigüé todo y nosotras no venimos del semen sino de la atmósfera.

Les dejo una narración muy bonita del cuento, para finalizar.


miércoles, 5 de febrero de 2014

Palomas Blancas y Garzas Morenas - Rubén Darío

En la presente ocasión vengo con un cuento que resultó de una lectura de hace bastantes años ya, aproximadamente 7 u 8, en mis años de adolescencia. Repasando a Rubén Darío en su obra 'Azul', me maravillé con la extrema suntuosidad de esta prosa, volviéndola a retomar el día de hoy e inmediatamente queriéndola compartir con ustedes, resaltando un poco la labor de Latinoamérica en la literatura universal. Pidiendo a ustedes tengan más en cuenta el tipo de narración y el uso cuidadoso de cada palabra, para mostrarles en esta ocasión nuevamente la poesía puntada en la prosa. ¡Disfruten!
Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!

Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía -lo recuerdo muy bien- lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo -¡mi mundo e mozo!- y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, -un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.

Partí.

Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé, -todavía vaga y misteriosamente,- en mi prima Inés.

Las facetas de sí mismo que Darío delinea en sus textos literarios son múltiples, y evolucionan con el tiempo. Una de las más persistentes es justamente la del poeta joven, inocente, enamoradizo y vulnerable que inscribe en “Palomas blancas.” En una primera lectura, esta imagen puede quedar opacada tras el brillo de la retórica preciosista, pero leído en detalle se observa que el cuento proyecta la semblanza sensible y sensitiva de sí mismo que Darío mantenía encerrada en su interior, aunque la haya representado metafóricamente en este cuentito, así como en ciertos versos de “Yo soy aquél…” (“En mi jardín se vio una estatua bella, / . . . / una alma joven habitaba en ella, / sentimental, sensible, sensitiva”; 836), y hasta en un poema tan alejado de lo cotidiano como lo es la “Sonatina.” (SALGADO, María. Literatura y sinceridad en las semblanzas de Rubén Darío, disponible en: <http://magazinemodernista.com/2010/02/15/literatura-y-sinceridad-en-las-semblanzas-de-ruben-dario/>)

Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.
Tiempo.

Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!

Mi prima, -pero, ¡Dios santo, en tan poco tiempo!- se había hecho una mujer completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirigía la palabra, me ponía sonreírle con una sonrisa simple.

Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era una creación murillesca, si veía de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensueño oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca llena de fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal primavera!
La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la mano. Después, no me atreví a invitarla a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué!, ella debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo amaba a mi prima!

Hermosa y delicada muestra de la poesía inmiscuida y del preciosismo desde el fondo de esta muestra de posmodernismo desde Rubén Darío. Resaltando en esta muestra más el fondo que la forma misma en un escenario que no deja de ser lo suficientemente ilustrativo.
Inés, los domingos iba con la abuela a misa, muy de mañana.

Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto.

Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el frufrú de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de Inés, coqueto, ajustado, para mí siempre revelador.

¡Oh, Eros!

-Inés...

¿...?
¡Y estábamos solos, a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna de aquellas del país de Nicaragua!
La dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril, temeroso. ¡Sí! se lo dije todo: las agitaciones sordas y extrañas que en mi experimentaba cerca de ellas, el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas en ella, allá en mis meditaciones del colegio; y repetía como una oración sagrada la gran palabra: ¡el amor! ¡Oh!, ella debía recibir gozosa mi adoración. Creceríamos más. Seríamos marido y mujer...
Darío afirma: “En Palomas blancas y garzas morenas el tema es autobiográfico, y el escenario, la tierra centroamericana en que me tocó nacer. Todo en él es verdadero, aunque tocado de emoción juvenil. Es un eco fiel de mi adolescencia amorosa, del despertar de mis sentidos y de mi espíritu ante el enigma de la palpitación universal” (Autobiografías 161).

Esperé.

La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí se me imaginaban propios para los fogosos amores. Cabellos áureos, ojos paradisíaco, labios encendidos y entreabiertos!
De repente, y con un mohín:

-¡Ve! la tontería...

Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus rosarios y responsorios.

Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela:

-¡Eh, abuelita! me dijo...

¡Ellas, pues, ya sabían que yo debía «decir!»

Con su reír interrumpía el rezo de la anciana que se quedó pensativa acariciando las cuentas de su camándula. Y yo que todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas amargas, ¡las primeras de mis desengaños de hombre!

Los cambios fisiológicos que en mí se sucedían, y las agitaciones de mi espíritu me conmovían hondamente. ¡Dios mío! Soñador, un pequeño poeta como me creía, al comenzarme el bozo, sentía llenos de ilusiones la cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor. ¿Cuándo llegaría el momento soberano en que alumbraría una celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría el velo del enigma atrayente?

Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jardín, regando trigo, entre los arbustos y las flores, a las que llamaba sus amigas: unas palomas albas, arrulladoras, con sus buches níveos y amorosamente musicales. Llevaba un traje -siempre que con ella he soñado la he visto con el mismo,- gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los satinados brazos alabastrinos, los cabellos los tenía recogidos y húmedos, y el vello alborotado de su nuca blanca y rosa, era para mí como luz crespa. Las aves andaban a su alrededor currucuqueando, e imprimían en el suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas.

Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La devoraba con los ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite, la prima gentil! Me vio trémulo, enrojecida la faz, en mis ojos una llama viva y rara, y acariciante, y se puso a reír cruelmente, terriblemente. ¡Y bien! ¡Oh!, aquello no era posible. Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz, formidable debía de estar, cuando ella retrocedió como asustada, un paso.

-¡Te amo!

Entonces tornó a reír. Una paloma voló a uno de sus brazos. Ella la mimó dándole granos de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqué más. Mi rostro estaba junto al suyo. Los cándidos animales nos rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte de aroma femenil. Se me antojaba Inés una paloma hermosa y humana, blanca y sublime; y al propio tiempo llena de fuego, de ardor, un tesoro de dichas. No dije más. La tomé la cabeza y la di un beso en una mejilla, un beso rápido, quemante de pasión furiosa. Ella un tanto enojada, salió en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo abrumado, quedé inmóvil.

Al poco tiempo partía a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no había, ¡ay! mostrado a mis ojos el soñado paraíso del misterioso deleite.

Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de llegar! Elena, la graciosa, la alegre, ella fue el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella boca, que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras!
Era allá, en una ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas, con pájaros de colores.

Los dos solos estábamos cogidos de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente. Había un crepúsculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una diafanidad apacible que disminuía hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte del oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en el horizonte profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo, me miraba la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo de nuestras almas cantaban un unísono embriagador como dos invisible y divinas filomelas.

Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera castaña que acariciaba con mis manos, su rostro color de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal, y oía su voz queda, muy queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que solo eran para mí, temerosa quizás de que se las llevase el viento vespertino. Fija en mí, me inundaban de felicidad sus ojos de minerva, ojos verdes, ojos que deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el lago, todavía lleno de vaga claridad. Cerca de la orilla, se detuvo un gran grupo de garzas morenas de esas que cuando el día caliente, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos, que con las anchas mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas negras. ¡Bellas garzas! algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban grandes manchas de flores vivas y sonrosadas, móviles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas, o permanecía inmóvil, escultural o hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino.

Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel país de la altura, me traerían las garzas muchos versos desconocidos y soñadores. Las garzas blancas las encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne, garridas con sus cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sueños nupciales, todas, -bien dice un poeta,- como cinceladas en jaspe.

¡Ah, pero las otras, tenían algo de más encantador para mí! Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas, con su color de canela y de rosa, gallarda y gentil.

Ya el sol desaparecía arrastrando toda su púrpura opulenta del rey oriental. Yo había halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos seguíamos en un lánguido dúo de pasión inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos amantes soñadores, consagrados místicamente uno a otro.
De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos besamos en la boca, todos trémulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh, Salomón, bíblico y real poeta! tú lo dijiste como nadie: Mel et lac sub lingua tua!

Posada, Diego. El descenso de las garzas.

Aquel día no soñamos más.

¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes en los recuerdos profundos que en mi alma forman lo más alto y sublime, una luz inmortal.

Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el inefable primer instante del amor!

viernes, 31 de enero de 2014

Castigo Eterno - 2006

Hace unos días estuve ojeando mi producción literaria en general. No pensaba que hubiese escrito tanto, y me enorgullece, aunque me entristece haber perdido tantos textos y haber tirado tantos otros (y no explicaré las razones por las que decidí hacerlo en aquel tiempo). Simplemente, se me ocurrió la idea de hacerles unas mínimas correcciones de estilo a los textos más sobresalientes para compartirlos con ustedes, tarea que iré trabajando tanto aquí en La telaraña como en Lírica Bizarra, pues representan partes importantes de mi vida que, a su vez, pueden ser útiles para ustedes, o al menos medianamente interesantes.
El día de hoy compartiré mi primer texto. Es cosa bastante importante para un escritor recordar el primer escrito consumado, y esas extrañas alimañas que invadieron mi estómago cuando llegó ese primer y tan anhelado 'fin'. Bueno, para ubicarles en el tiempo y el espacio, para ese tiempo contaba yo con 16 años; adolescente inconforme y descubriendo apenas sus problemas con la depresión y con la misma sociedad, puesto que no deseaba absolutamente nada más que alejarme del asco y la tristeza que todos me producían. He aquí una dedicatoria a ellos, a lo que sentía yo por los demás. Anímense a darle un vistazo y luego continuaremos con la evolución... Muchas gracias (de mi pasado-yo y de mi yo-actual) y espero que les guste. Se titula 'Castigo Eterno'.

Es esta la primera vez que he deseado hablar sinceramente de mi existencia. Es la primera vez que siento una horrible compasión por aquellos seres humanos que se habitúan al yugo mundano y, como ratas, se alimentan de la basura que tienen a su alcance… se deleitan únicamente con la porquería que este les ofrece. Muchas personas evitan nombrar la muerte queriendo eliminarla de su realidad, sabiendo que, en el momento más indicado, ella será guiada por el patetismo que proyecta el hombre común y se saboreará de la ridiculez que se engendra dentro de sus almas. A medida que pasa el tiempo, hay más almas involucradas en aquel mortuorio festín; cada vez hay más almas reunidas en torno al castigo eterno.

Lo que yo piense, para ustedes poco o nada significará, pues ya no hablo desde una vida verdadera, hablo sabiendo que la podredumbre de mi alma me inundará hasta que encuentre alguna salida. Para mí, esto es un amargo recuerdo, un único recuerdo, es mi vida, es la única vida que tuve. Es un anhelo de vida y un sueño de muerte.

No me molestaré en relatarles mi vida —si se me permite llamarla así—, y si lo hiciese, no hallaría nada memorable en ella. Fue siempre igual, siempre llena de vicios, de lujos innecesarios, de alegrías decepcionantes, de rutinas ambiciosas… todo sin recompensa alguna. Todo lo que me fue otorgado para conseguir mi felicidad el día de mi concepción se echó a perder, me entregué únicamente al placer sin guardar pasión ni conciencia alguna, aún así, pretendiendo tener poder absoluto sobre todas las cosas. Sí, así fue, sobre todas las cosas sin excepción alguna. Nunca guardé cuidado en agregar algún carácter a mis palabras, pues todas iban dirigidas a la consecución de sucios intereses. Había declarado una guerra a la vida y a la muerte, pero sin involucrarlas en mi grotesca megalomanía.

Gustoso les mencionaría mi muerte, pero esta no se ha compadecido de mí aún, y tal vez nunca lo haga. Ya sabido este hecho, me dispongo a relatar el momento en el que mi existencia tuvo por fin un valor. Descubrí un sentido que no quise encontrar, pero era necesario comprenderlo.

Recuerdo haber experimentado un extraño presentimiento, como si alguien me estuviese observando, como si detallara cada uno de mis movimientos; como si, sin esfuerzo alguno, aquel ser se introdujera en mi mente y descubriera el vacío y la indiferencia que reinaban en mis entrañas.

“Los presentimientos son cosa de locos. Una persona como yo sólo se guía por lo que es importante”, decía yo constantemente, considerándome sabio por mi supuesta experiencia y aquella forma de vivir la vida. Mi observador lo sabía perfectamente, y siempre se había burlado de mi falta de sentido común. Ahora yo deseaba mostrarle a aquella invención imaginaria que él era sólo una falsa entelequia de mi conciencia. Me dispuse a dormir, presumiendo que el agotamiento atraía todas aquellas ideas a mi mente, y no podía permitirlo. Como signo de falso convencimiento, y para defender la hipocresía que me había distinguido, me reía nuevamente de la muerte creyendo ser impune a ella. Me incorporé, y mi cuerpo no volvió a ver el mundo jamás.

Un extraño sueño envolvió mi cabeza. En éste se presentaba mi pasado con dolor y desprecio, abrumándome y comprobando lo que sentían las verdaderas almas al toparse con un inepto de mi calaña y, por primera vez, sentí un hondo arrepentimiento. Me enteré de que la vida podía tener fundamento alguno. Entre más recordaba, más incómodo me sentía, y la desdicha me invadía acechando cada rincón, marcándolo con la suciedad recogida a lo largo de mi vida. Era yo el ser más mísero que haya existido, el mundo desperdició mi alma sabiendo que ésta era obra de la mano de Dios, pero finalmente, el mundo no tuvo la culpa, ésta me la atribuyo a mí mismo porque yo era el único que podía decidir por mí… viví como me lo propuse, el mundo hizo su tarea. El cielo y el infierno me han abandonado, y lo merezco.                                                                                                                                                                                    Extrañas figuras se proyectaban indefinidamente de acuerdo a las impresiones que impactaron mi mente. No me fue posible diferenciar la imaginación de la realidad. Nunca nadie sabrá quién fue el artífice de aquel inexplicable delirio; tampoco si fue causa de mis agonías o si realmente sucedió.

No guardo la esperanza de conocer aquello en algún momento, y no debería interesarme, pues, ¿para qué descubrir algo que ya no puedo remediar? Algo perteneciente a mi pasado… no me serviría de nada conocerlo. Admito que la curiosidad es la que me lleva a querer averiguarlo, quisiera ver la situación desde un ángulo diferente, pero estoy sumido en mi ser y de aquí no puedo escapar. Solo intentaré habituar los hechos a mi deplorable rutina, si es que saldré con suerte,  pidiendo que desaparezca de una vez por todas y rogando que aquí se quede. Si desapareciese definitivamente hallaría una calma entera, mis ataduras se destruirían automáticamente, aunque el temor se apodera de mi mente y mi alma se ve obligada a aceptar que el día en el que mi rutina llegue a su fin, mi vida estará forzada a esfumarse. De ahí ese ridículo miedo a la muerte, y por más patético que sea no podré liberarme de éste, prefería vivir eternamente a pensar en la idea de que la muerte tuviera que venir por mí algún día.

Un horrible alarido surgió de mi interior y fue disminuyendo a medida que los segundos envolvían mi ser y me condenaban a pasar por una eternidad en cada uno de ellos. Así para mi alma hayan representado tal sinfín, para el mundo constituyeron no más de un minuto, minuto que se convirtió en el más largo de mi vida, que anunciaba ya mi fin y me mostraba sin querer mi cobardía, que me llevó al pasado y me dio un leve recorrido por el futuro, si es que así puedo llamarlo. Y yo mantenía firme la ridícula idea de recuperar mi estado normal para encontrar una salida a aquel extraño infierno y continuar con la inútil existencia a la que estaba acostumbrado.

Mi desesperado grito se acabó luego de luchar contra el temor que me invadía. Ahora sólo era un sollozo que a cualquiera llenaría de angustia. Pero fui perdiendo la voz hasta caer en un profundo sueño, estuve paralizado completamente durante algún tiempo. Al despertar me llenó de esperanza el haber recuperado un poco de sensibilidad corporal, aunque lo que no me agradaba del todo era el sentir que un temblor incontrolable recorría mi persona, y poco tiempo después apreciaba un sudor frío acompañado de dolor, cada vez menos tolerable, aunque casi imperceptible. Sentí como la razón regresaba a mi persona y me decía que no había de qué preocuparse, que aquellos síntomas se debían a mi debilidad, y me consoló la idea de que cesarían cuando recuperara por completo la  normalidad de mis sentidos corporales.

Pude haber muerto allí, pero la idea de esperar la llegada de un espíritu tan oscuro al cual había temido desde tiempos inmemorables en mi existencia, no me complacía enteramente. Hallé fuerzas en el último rincón de mis entrañas para no dejarme vencer por el miedo, y empecé a recuperar un poco de movilidad en mis extremidades.

Iba desentumiendo mi corporeidad lentamente para no agotarme con los esfuerzos infructuosos que me obligaban a movilizarme, y aquel insoportable dolor se hacia cada vez más insistente. Me encontraba en una situación delicada: mi energía liberaba sus últimas reservas y la terrible idea de rendirme ante la muerte se me presentaba con mayor frecuencia.

Este dilema recorría los estrechos senderos de mi conciencia cuando un estruendo infernal me despertó instantáneamente. Fue tan profundo y tan aterrador que rescató a mi cuerpo de la quietud que de él se había apoderado. Finalmente, sin saber cómo, me hallaba de pie, y algunos rayos débiles proyectaban una luz espectral, llevando una esencia aún más aterradora. Era tan impactante que mis sentidos olvidaron de momento el dolor para dedicarse a indagar acerca del ambiente que me rodeaba. ¡Cuánto anhelo devolver el tiempo para no haber pronunciado las palabras que instituyeron mi despiadada condena!

Aquel extraordinario paisaje se moldeaba ante mis ojos como un infinito campo sin desniveles en su terreno, sin límites en toda su grandeza; iluminado por una resplandeciente neblina roja que dificultaba mi escasa respiración. Toda su vasta extensión estaba cubierta por extraños desechos putrefactos, algo realmente horroroso, además de varias siluetas que sobresalían por su oscuridad, pero no logré reconocer lo que en sí eran estas.

En ese instante, el dolor retornó a mi mente y mi reacción fue observarme para distinguir alguna alteración en mi corporeidad y, ¡oh! ¡Que terrible infortunio! ¡Sólo el destino conoce qué desalmado ser me predispuso a la agonía de esta forma! Mi cuerpo se encontraba completamente desollado. A lo que antes había calificado como un simple “sudor frío”, era, desgraciadamente, la sangre recorriéndome de extremo a extremo. El hecho de haber observado mi sombría realidad hizo que mi dolor fuera completamente inaguantable. Mis venas sobresalían cada vez más de la carne que me envolvía; el desgraciado verdugo que se deleitó en el acto de mi tortura dejó algunos hoyuelos mal formados en mi abdomen, unos más notables que otros, dando la impresión de que hubiera extraído alguno de mis órganos, y las partes que de mí había desechado el asesino, junto con los restos de mi antigua piel y la de un incontable número de seres, constituían ahora la basura que adornaba la superficie de aquel perfectísimo infierno.

Todas esas imágenes y sentimientos reunidos paralizaron mi atemorizado corazón, y, aún así, increíblemente, después de tan fatal sufrimiento, conservaba la firme idea de aguardar mi vida por encima de todas las cosas…

¡Ah! ¡Necio pensamiento! Ahora soy testigo de una infinidad de atrocidades al afirmar que el miedo es el asesino de la razón. La ineptitud me hizo presa de un eterno castigo, y ahora me encuentro sufriendo por nunca haber pensado en el verdadero sentido de mis palabras; por haberme resguardado en una supuesta superioridad y no haberme arriesgado a cuestionar los argumentos que acompañaron a mi vida desde la infancia; por la cobardía que me llevó a suplantar mi realidad por una absurda utopía.

No tuve la capacidad de retener aquellas decepcionantes ideas por la fuerza de su colisión con mi entendimiento, entonces recurrí a gritar proclamando frases sin sentido alguno, probablemente por la cantidad de pensamientos que me abrumaban, formando en mi mente una densa atmósfera de culpabilidad y arrepentimiento, que adquirirían un inmenso parecido con la locura. De la maldición de aquellas palabras con un clamor apenas entendible, recuerdo que pronuncié lo siguiente: ¡NO QUIERO MORIR!

Y ahí quedaron consignadas en la historia las palabras que enviaron mi alma directamente a la cruel eternidad en la que ahora perezco, o, peor aún, en la que permanezco en este limbo con esperanzas hacia el fin de mi existencia. En mi vida nunca pude comprobar que las palabras, al ser pronunciadas con tal voluntad, eran dueñas de tanta grandiosidad. Nunca me dispuse a explorarme, mucho menos a cuestionarme.

Estaba completamente aturdido, sentía cómo moría sin caer bajo la muerte, pero siendo dominado por ésta. Intenté avanzar pero mis pies no lo permitían. Mi cuerpo se precipitó, cayendo sobre una enorme daga que atravesó mi pecho. Mi sangre, negra y maldita, se derramaba haciendo que mis venas se aferraran al suelo, al mismísimo suelo del infierno, en el que seguiré deseando infructuosamente conseguir una salida, ya sea la vida o la muerte, alguna que me libere de esta brutal opresión.


Ahora puedo darme cuenta de que mi vida esculpe mi condena como una de sus obras maestras; mi fúnebre y patético paso por el mundo no me enseñó a existir verdaderamente, y en este momento la muerte se encarga de cumplir con esa labor, aunque nunca me lleve decididamente.



FIN - Kátherin Sánchez/ 2006