domingo, 19 de agosto de 2012

A la recherche du temps perdu - Pablo Alonso

A continuación les traigo un pequeño, hermoso y diciente fragmento de un poema realizado por un colega también gustoso de la literatura y la buena música. Su nombre es Pablo Alonso (lo pueden encontrar en facebook, si desean), quien nos trae esta buena lírica desde México, Puebla. Me han atraído sus letras tan sencillas pero tan fuertes, tan hermosas, tan musicales... y a la vez él ha querido aparecer aquí en Lírica Bizarra dándonos su aporte (espero no sea su última colaboración). Y, a ustedes, mis queridísimos lectores, espero les agrade esta linda poesía.


A la recherche du temps perdu

Dosis sensorial de energía tejiéndose en las sombras que desvanecen


Sueños ambiguos fundidos en el aire místico de madrugada 

Umbral cristalino bajo la proyección desnuda del cielo tornasol 

Latidos reinventándose bajo el hechizo de las olas celestes 

Sustrato etéreo acariciando el arcoíris que emana del sueño 

Brisa ensortijada envolviendo la transparencia de mi sonrisa

Resonancia nítida sumergiéndose en la frecuencia de mi alma

Inmutable constelación atravesando el pétalo sereno de mis ojos

Matices indescifrables dibujándose al azar sobre mi piel exhausta...




martes, 26 de junio de 2012

El entierro prematuro - Edgar Allan Poe

Hace poco empecé con la lectura de un ensayo de Edgar Allan Poe llamado Eureka. Así, empiezo a obsesionarme nuevamente con la obra de este gran artista (me faltan sólo un par de cuentos para terminar la obra completa), y, efectivamente, comparto el maravilloso gusto por este cuentista como muchos de ustedes, según me lo han expresado. A continuación les traigo uno de mis cuentos favoritos de dicho autor; me encanta el estilo, los recursos literarios usados y la historia me parece maravillosa. Espero, si no la han leído, lo hagan inmediatamente porque se están perdiendo una obra genial, y si ya lo hicieron, de seguro que querrán leerlo de nuevo...
Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
Empezamos con el típico tono oscuro y profundo que, de inmediato, empieza a tratar de afectar nuestra sensibilidad... los hilos más profundos de nuestra humanidad.

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.


La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.
En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.


La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.
Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.


La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.
El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.
Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.
Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.
Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.
El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.
Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal...
Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.
Definiremos la catalepsia, como un estado biológico en el cual la persona yace inmóvil, en aparente muerte y sin signos vitales, cuando en realidad se halla en un estado consciente, el cual puede a su vez variar en intensidad: en ciertos casos el individuo se encuentra en un vago estado de consciencia, mientras que en otros pueden ver y oír a la perfección todo lo que sucede a su alrededor. Es una enfermedad muy grave, no por el hecho de llevar a la muerte, sino por la razón de que la persona aparenta estar muerta sin que lo esté, y ésta puede ser sepultada estando aún con vida y despertar en cualquier momento (Wikipedia). Tengo entendido que hay un estado similar llamado catatonia, es un tipo de esquizofrenia, pero no comprendo bien las diferencias. He presenciado apenas dos casos de este tipo en mis diferentes hospitalizaciones.
Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:
-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú - pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!
Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:
-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?
Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"


Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
Nótese en los últimos párrafos características puras y típicas del más oscuro romanticismo que podamos encontrar en la literatura: sentimiento de miedo, de no plenitud; desacuerdo con el mundo, miedo al destino; tomar casi solamente en cuenta al protagonista, haciéndole lo único de real importancia dentro de la obra, y las asombrosas descripciones, en este caso las de corte psicológico.
Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.
Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.  El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.


Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.
Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.
-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..
-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.

miércoles, 16 de mayo de 2012

El ruiseñor y la rosa - Oscar Wilde

La semana pasada tuve un tránsito enorme y muy justificado en Lírica Bizarra. Oscar Wilde fue el causante, con una de sus hermosas, sinceras, crudas y a la vez poéticas frases. Así que, en virtud de que, además de llamar mucha audiencia, es un excelente y muy bizarro escritor irlandés del siglo XIX, así que va a debutar hoy en este blog, no siendo la última vez, pues me parece muy interesante analizarle y seguirles compartiendo su literatura, tanto a quienes lo conocen ya como a los que no. Viene a mostrarnos un romanticismo puro, delicado y perfectamente trabajado, sin necesidad de adornos exagerados pero teniendo cada adorno su importancia; y, claramente, una carga de simbolismo muy bien manejada, a la que hay que saber darle su lugar para leerle bien.
Sin más rodeos, vamos hoy con la bella historia titulada ''El ruiseñor y la rosa''. En la parte final les regalaré una canción titulada ''El cuervo y la rosa (the raven and the rose)'' de una de mis bandas favoritas de Doom Metal, la cual también se inspira en literatura y temas del romanticismo. Esto, debido a que me pareció interesante hacer el paralelo entre una y otra historia. Sin más, les dejo la lectura; corta pero perfecta en cada uno de sus espacios y pequeños rincones, hermosa en su grandeza como obra literaria...

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
Interesante en esta parte analizar la relación que tiene el pájaro con el amor. A mi parecer, le está dando esta personificación. El amor vuela, canta, es feliz y... sigamos adelante.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Muéstrase aquí el típico sueño que hace parte de los escritos del género del romanticismo. El sueño, la hermosura, la perfección deseada...
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
-Sí, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá él te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá él te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Encontramos aquí un elemento importante para el romanticismo: el sacrificio que implica el amor; el sufrimiento que tiene que haber de por medio. Aquí el pájaro decidió dar su vida para hacer nacer el amor; la sangre era en sí la vida del amor. Es de tener en cuenta también el viaje del pájaro, que pasó por unos y otros campos de rosas y, sin cansarse, siguió volando hasta encontrar el lugar en el que estaría la rosa que daría origen al amor del estudiante...
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
He aquí una frase digna de tener en cuenta: ''pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros''. Recuerdan la comparación con el amor? Así, la conclusión a la que llegamos con esto es que el amor no se aprende en los libros, sino con la experiencia, con el mismo sacrificio.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¡Qué lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Esta es una linda descripción del típico artista; vemos una crítica al arte de su época. Y es un canon que se puede seguir aplicando hoy en día. Al menos, personalmente, pienso que es deprimente que se cambie la forma por el fondo; por eso no me llevo muy bien con la poesía... en fin, sigamos.
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedó dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
Y empezamos a ver el sufrimiento del ruiseñor, sacrificando su vida propia en pos de que nazca el amor...
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.


Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda mi vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuánto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores. 
Y vemos, desgraciadamente, como muchas veces el amor de verdad se cambia por amor material, y se vive prestando más atención a lo exterior que a lo que realmente tiene valor (en este caso, el valor que dio el ruiseñor a la rosa al haber dado su vida por ella).
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.


-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.

"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

FIN


Y he aquí, al final, la canción de la que les hablé al principio. Ya que en la parte superior les he dado los detalles, aquí sólo me detengo a dejarles la letra. La he traducido al español:

El elegido brilla como el sol.
Limpios de corazón, todo en el ojo.

Dulce cantacanta sus himnos

La chica de oro danza.
Él es la suciedadEscoria de Dios.
Negro como la noche. En silencio y enfermo.
Enviado por el Señor. El niño, su espada
Para obtener el oro. Para utilizar el palo
Él la observa desde su lado en la sangre
Esperando la llamada santa por su sangre
Cada luna ella se acerca a su Señor
Enfermo con el sufrimiento. El hedor y la suciedad de él
La muerte a su alrededor. Las moscas, los perros, el bullicio.
El rey de la muerte y el dolor. Regla de los muertos
Todo en nombre de DiosCriaturas para los lisiados.
Yo vendré por ti pronto, para mi Dios es mi falta
Tus ojosSu rostro. Un ángel para que el mundo vea.
Mi Dios es mi prioridad
Hoz en la manoPor encima de ella yo estoy
El miedo y el amor. Roja y lágrimas yo veo
Mi Dios es mi prioridadMi Dios es mi prioridad
Mi Dios es mi prioridadMi Dios es mi maldita prioridad.
Allí yacía él para su Dios. Un tiempo final.
El silencioso. El hijo caído. La última noche.




Aunque parece una letra extraña (ya ven el tempo al cantarla), es un símil que encuentro muy bonito con la historia de Wilde. Cambiamos el ruiseñor por un cuervo, por la oscuridad, por la muerte, y no deja de representarnos un sufrimiento y ciertos sueños que desea el ''elegido''. 
En fin... es un lindo tema; Metal con toda pero... esa es mi música, carajo! 


Saludos! Espero lo hayan disfrutado! 

sábado, 14 de abril de 2012

Papá Goriot (Fragmento) - Honoré de Balzac

Finalmente, después de tantas entradas, llego con algo de uno de mis escritores favoritos: Honoré de Balzac; razones las cuales les comentaré en una próxima ocasión. No quise para la ocasión un cuento corto, los cuales también son excelentes, sino un fragmento de una de sus más grandes obras, la cuál se titula ''Papá Goriot''. Tuve que transcribirlo directamente del libro porque no se encuentra en Internet (solamente en francés y en inglés y este es un espacio solamente en castellano). 
El presente fragmento es de la parte final. Narra el momento en el que Goriot está agonizando, diciendo sus últimas palabras entre cierta lucidez y locura a la vez. Es realmente conmovedor; al menos a mí me dejó bastante afectada. Aquí, Goriot se haya en su lecho de muerte, acompañado solamente por el ''novio'' de su hija menor, Eugéne de Rastignac (novio entre comillas porque la baronesa Delphine de Nucingen se encuentra casada, al igual que su hermana, la condesa Anastasie de Restaud), quien, además de un ayudante de la casa (Christophe) y un estudiante de medicina (Bianchon), son las únicas personas que le consuelan en su lecho de muerte; las demás se han desecho de sus deberes para con el viejo Goriot y le han dejado en un completo abandono, que finalmente le produce la muerte. 
Sin más preámbulos, les dejo el fragmento, que copié con mucha paciencia, esperando que sea una lectura agradable para ustedes. Espero igualmente les sirva en algo como reflexión; tiene gran contenido para dejarlos pensando en algo ;)

 ̶ ¿Se han divertido ellas bastante? ̶ dijo papá Goriot, que había reconocido a Eugéne.
̶ !Oh, no piensa sino en sus hijas! ̶ dijo Bianchon ̶ . Me dijo más de cien veces anoche: ‘’!ellas bailan! ¡Ella tiene su vestido!’’ Las llamaba por sus nombres. Me hacía llorar, ¡que , me lleve el diablo!, con sus exclamaciones: ‘’!Delphine, mi pequeña Delphine! ¡Nasie!’’ Por mi palabra de honor ̶  dijo el alumno de medicina ̶ , era para deshacerse en lágrimas.
̶ Delphine está aquí ̶  dijo el viejo ̶ , ¿no es verdad? Bien lo sabía ̶  y sus ojos recuperaron una agilidad loca para mirar los muros y la puerta.
̶ Bajo para decirle a Silvia que prepare los sinapismos ̶  dijo Bianchon ̶ , el momento es propicio.
Rastignac permaneció solo al lado del viejo, sentado al pie de la cama, fijos los ojos en esta cabeza horrible, que producía dolor al mirarla.
‘’Madame de Beauséant se fuga, éste se muere’’, dijo para sí. ‘’Las almas bellas no pueden permanecer por largo tiempo en este mundo. En efecto ¿cómo podrían convivir los sentimientos nobles con una sociedad mezquina, pequeña, superficial?’’.
Las imágenes de la fiesta a la cual había asistido se representaban en su recuerdo y contrastaban con el espectáculo de esta cama de muerte. Bianchon reapareció de repente.
̶ Mira, Eugéne, acabo de hablar con nuestro médico jefe y he venido a las carreras. Si manifiesta síntomas de razón, si habla, acuéstalo sobre un sinapismo largo, de manera que quede envuelto en mostaza desde la nuca hasta la base de la espina dorsal, y nos haces llamar.
̶ Querido Bianchon ̶  dijo Eugéne.
̶ ¡Oh, se trata de un hecho científico! ̶  repuso el estudiante de medicina con todo el ardor de un neófito.
̶ Vamos  ̶  dijo Eugéne ̶ , seré entonces el único que cuida a este pobre viejo por afecto.
̶ Si me hubieras visto esta mañana, no dirías eso ̶  repuso Bianchon, sin ofenderse por la alusión ̶ . Los médicos que ya han ejercido no ven sino la enfermedad; yo, por mi parte, aún veo el enfermo, mi querido muchacho.
Se marchó, dejando a Eugéne solo con el viejo, y en la aprensión de una crisis que no tardó en declararse.
̶ ¡Ah, es usted, querido hijo! ̶  dijo papá Goriot, reconociendo a Eugéne.
̶ ¿Se siente usted mejor? ̶  preguntó el estudiante, cogiéndole la mano.
̶ Sí, tenía la cabeza cerrada como si estuviera entre un estuche, pero se libera. ¿Vio a mis hijas? Vendrán pronto, cuando sepan que estoy enfermo acudirán de inmediato, ¡tanto me cuidaron en la calle de la Jussienne! Dios mío, quisiera que mi pieza estuviera limpia para recibirlas. Hay un joven que quemó todas mis briquetas.
̶ oigo a Christophe ̶  le dije Eugéne ̶ , le trae leña que ese joven nos envía.
̶ Bueno, ¿pero cómo pagar la leña? No tengo un céntimo, hijo mío. Todo lo he dado, todo. Estoy de limosna. ¿El vestido de lamé era hermoso, al menos? (¡Ah, como sufro!) Gracias, Christophe. Dios lo recompensará, mi muchacho; nada tengo ya.
̶ Te pagaré bien, a ti y a Silvia ̶  dijo Eugéne al oído del muchacho.
̶ Mis hijas le dijeron que vendrían, ¿verdad, Christophe? Ve de nuevo a buscarlas, te daré cien centavos. Diles que no me siento bien, que querría abrazarlas, verlas una vez más antes de morir. Diles eso, pero sin asustarlas demasiado.
A una seña de Rastignac, Christophe se marchó.
̶ Ellas vendrán ̶  añadió el viejo ̶ . Yo las conozco. A la buena de Delphine, si muero, le causaré una gran tristeza. También a Nasie. No quisiera morir, para no hacerlas llorar. Morir, mi buen Eugéne, es no verlas más. Allí donde se va uno me aburriré bastante. Para un padre el infierno es estar sin sus hijos, y ya he hecho mi aprendizaje desde que ellas se casaron. Mi paraíso era la calle de la Jussienne. Sabe, si voy al paraíso podría regresar a la tierra en espíritu, para estar alrededor de ellas. He oído hablar de estas cosas. ¿Son ciertas? Creo verlas en este momento tal como estaban en la calle de la Jussienne. Ellas bajaban por la mañana. Buenos días, papá, decían. Las sentaba en mis rodillas, les hacía mil zalamerías, mil jugarretas. Me acariciaban amorosamente. Almorzábamos juntos todas las mañanas cenábamos juntos, en fin, era padre, gozaba con mis hijas. Cuando vivía en la calle de la Jussienne ellas no razonaban, no sabían nada del mundo, me querían mucho. ¡Dios míos, por qué no permanecieron siempre pequeñas? (Oh, sufro, se me revienta la cabeza.) ¡Ah, ah, perdón, hijas mías!, sufro horriblemente, tiene que ser un gran dolor, ustedes me volvieron duro para el mal. ¡Dios mío, si tuviese siquiera sus manos en las mías, no me sentiría del todo mal. ¿Cree que vendrán? Christophe es tan tonto. He debido ir yo mismo. Él va a verlas. Pero usted estuvo anoche en el baile. Dígame, ¿cómo estaban ellas? Nada sabían de mi enfermedad, ¿no es verdad? No hubieran podido bailar, ¡mis pobres pequeñas! ¡Oh, no quiero estar enfermo por más tiempo! Ellas todavía me necesitan. Sus fortunas están comprometidas. ¡Y mire que están en poder de qué clase de maridos! ¡Cúrenme, cúrenme! (¡Oh, cómo sufro! ¡Ay, ay!) Vea usted, es preciso que me alivie, pues necesitan dinero y yo sé dónde ir a ganarlo. Iré a fabricar almidón en cristales en Odessa. Soy muy hábil, ganaré millones. (¡Oh, sufro demasiado!).
Goriot guardó silencio durante un rato y era notorio que hacía un tremendo esfuerzo para acumular todas sus energías a fin de soportar el dolor.


̶ Si ellas estuvieran aquí, no me quejaría ̶  dijo ̶ . Entonces, ¿por qué quejarme?
Sobrevino un leve adormecimiento, que duró largo rato. Christophe regresó. Rastignac, que creía dormido a papá Goriot, dejó que el muchacho le diera cuenta en voz alta de su misión.
̶ Monsieur ̶  le dijo ̶ , fui primero donde madame la condesa, con la cual me fue imposible hablar, pues estaba en grandes asuntos con su marido. Como yo insistiera, vino el propio Monsieur de Restaud y me dijo así: ‘’Monsieur Goriot se muere, ¡y bien!, es lo mejor que puede hacer. Necesito a Madame de Restaud para terminar asuntos importantes; irá cuando todo haya terminado’’. Ese señor estaba enojado. Iba a salir, cuando madame entró en el vestíbulo por una puerta que yo no veía y me dijo: ‘’Christophe, dile a mi padre que estoy en discusiones con mi marido, no puedo dejarlo; se trata de la vida o de la muerte de mis hijos; pero cuando todo haya terminado, iré’’. En cuanto a madame la baronesa, es otra historia: ni la pude ver, ni le pude hablar. ‘’!Ah!’’, me dijo su doncella, ‘’madame regresó del baile a las cinco y cuarto, está durmiendo, si la despertara antes del mediodía, me regañaría. Cuando me llame le diré que su padre está grave. Siempre hay tiempo para dar una mala noticia’’. Fue inútil que le rogara. Pedí hablar con el señor barón, pero había salido.
̶ Ninguna de sus hijas vendrá ̶  exclamó Rastignac ̶ . Les voy a escribir a las dos.
̶ Ninguna ̶  respondió el viejo, enderezándose en la cama ̶ . Tienen negocios, duermen, no vendrán. Yo lo sabía. Es preciso morir para saber lo que son los hijos. ¡Ah, amigo mío, no se case, no tenga hijos! Usted les da la vida, ellos le dan la muerte. Usted los hace entrar en el mundo, ellos lo arrojan del mundo. ¡No, ellas no vendrán! Sé eso desde hace diez años. Me lo decía algunas veces, pero no me atrevía a creerlo.
Una lágrima rodó en cada uno de sus ojos, sobre su borde enrojecido, sin caer.
̶ ¡Ah, si yo fuese rico, si hubiera conservado mi fortuna, si no se las hubiera dado, ellas estarían aquí, ellas me enjugarían las mejillas con sus besos!; viviría en una mansión, tendría bellas habitaciones, criados, fuego para mí; y ellas estarían llenas de lágrimas, con sus maridos, con sus hijos. Tendría todo eso. Pero, nada. El dinero lo da todo, aun hijas. ¡Oh, mi dinero!, ¿dónde está? Si tuviera tesoros para dejar, ellas me aliviarían, me cuidarían; las escucharía, las vería. ¡Ah, mi querido hijo, mi único hijo, ahora tolero mejor mi abandono y miseria! Al menos, cuando un infeliz es amado, puede estar seguro de ese amor. No, no quisiera ser rico, pues entonces las vería. Aunque, ¿quién sabe? Las dos tienen corazones de roca. Tanto amor les he brindado, que ellas no podrían devolverme amor. Un padre debe ser rico siempre, debe mantener a sus hijos bajo las riendas, como a caballos díscolos. Y yo estaba de rodillas ante ellas. ¡Las miserables! Coronan dignamente la conducta que han tenido hacía mí desde hace diez años. Si viera cómo eran de cariñosas conmigo en los primeros años de sus matrimonios. (¡Oh, sufro un cruel martirio!) Acababa de regalarle a cada una ochocientos mil francos, ellas no podían permitirse ser desatentas conmigo, ni tampoco sus maridos. Me recibían en sus casas: ‘’Padre mío, por aquí; mi querido papá, por allá’’. Allí tenía siempre un cubierto para mí. En fin, cenaba con sus maridos, que me trataban con consideración. Se suponía que todavía me quedaba alguna fortuna. ¿Por qué eso? No había dicho nada sobre mis negocios. Había que cuidar con esmero a un hombre que regala ochocientos mil francos a sus hijas. Así que eran muy atentas conmigo, pero se debía a mi dinero. El mundo no es bello. Me he dado cuenta de eso. Me llevaban en coche al teatro y permanecía en sus fiestas todo el tiempo que quería. En fin, ellas se proclamaban hijas mías y me reconocían como su padre. Todavía tengo mi astucia, claro, y nada se me ha escapado. Todo eso lo hacían con un propósito egoísta y me partía el corazón. Veía bien que se trataba de argucias, pero el mal ya no tenía remedio. En sus casas no estaba más a gusto que lo que me siento allí abajo. No me atrevía a decir nada. Así, cuando algunas de esas gentes de la sociedad preguntaban al oído de mis yernos: ‘’ ¿Quién es ese señor?, ‘’es un padre con dinero, es rico, ¡qué diablos!’’, decían, y me miraban con el respeto que se le tiene al dinero. ¡Pero si algunas veces las avergonzaba un poco, redimía a buen precio mis defectos! Por lo demás, ¿quién es perfecto? (¡Mi cabeza es una llaga!). Sufro en este momento lo que es preciso sufrir para que llegue la muerte, mi querido Monsieur Eugéne,  ¡y bien!, eso no es nada en comparación con el dolor que me causó la primera mirada con la cual Anastasie me hizo comprender que yo acababa de decir una torpeza y que la humillaba: su mirada me abrió todas las venas. Hubiera querido saberlo todo, pero lo que supe con certeza era que ya sobraba en esta tierra. Al día siguiente fui donde Delphine para que me consolara y sucede que allí dije otra tontería que la enojó grandemente. Regresé como enloquecido. Estuve ocho días sin saber lo que debía hacer. No me atrevía a ir a verlas, de miedo a sus reproches. Y de repente me vi expulsado de la casa de mis hijas. ¡Oh, Dios mío, puesto que conoces las miserias y los sufrimientos que he padecido; puesto que has llevado la cuenta de las puñaladas que he recibido a lo largo de estos años que me han envejecido, cambiado, encanecido, destrozado, ¿por qué me haces sufrir ahora? Ya he expiado bastante el pecado de haberlas querido mucho. Ellas han tomado plena venganza de mi amor: me han atenazado como verdugos. ¡Ah, son tan torpes los padres! Tanto las quería, que volvía a ellas como un jugador a la ruleta. El único vicio mío eran mis hijas: ellas eran mis amantes, ¡en fin, lo eran todo! Ellas tenían, las dos, siempre, necesidad de alguna cosa, de adornos; sus doncellas me lo decían y yo se los daba para ser bien recibido. Pero ellas me dieron sus pequeñas lecciones sobre la manera de comportarme en sociedad. ¡Oh, pero nunca esperaron el resultado! Empezaron a avergonzarse de mí. Vea el resultado de educar bien a sus hijas. Sin embargo, a mi edad ya no podía ir a la escuela. (¡Sufro horriblemente, Dios mío! ¡Los médicos, los médicos! Si me abrieran la cabeza sufriría menos.) ¡Mis hijas, mis hijas, Anastasie, Delphine, quiero verlas! ¡Envíe a la gendarmería por ellas y que las traigan a la fuerza! La justicia no me cae sino a mí, todo está contra mí, la naturaleza, el código civil. Protesto. La patria perecerá si los padres son pisoteados. Eso es claro. La sociedad, el mundo, giran sobre la paternidad, todo se deshace si los hijos no aman a sus padres. ¡Oh, verlas, escucharlas!, no importa lo que me digan, con tal de que yo oiga su voz, eso calmará mis dolores, Delphine sobre todo. Pero dígales, cuando estén aquí, que no me miren fríamente como lo hacen. ¡Ah, mi bien amigo, Monsieur Eugéne, no sabe usted lo que es advertir el oro de la mirada cambiado de repente en plomo gris! Desde el día en que sus ojos no han tenido fulgores para mí, siempre he estado en invierno en esta tierra; para devorar no he tenido sino pesares, ¡y los he devorado! He vivido para ser humillado e insultado. Las quiero tanto, que toleraba todas las afrentas por las cuales ellas me vendían una pequeña felicidad vergonzante. ¡Tener que esconderse un padre para ver a  sus hijas! Les he dado mi vida, ¡hoy no me dan ellas una hora de la suya! Tengo sed, tengo hambre, el corazón me arde, y no vendrán ellas a refrescar mi agonía, pues yo me estoy muriendo, lo sé. ¡Pero es que no saben ellas lo que es saltar sobre el cadáver de su padre! Hay un Dios en los cielos, él nos venga a nosotros los padres a pesar de todo. ¡Oh, ellas vendrán! Vengan, queridas mías, vengan a besarme una vez más, un último beso, el viático para vuestro padre, que rogará por ustedes a Dios, que le dirá que han sido buenas hijas, que alegará a favor de ustedes. ¡Ellas son inocentes, amigo mío! Hable bien de ellas a todo el mundo, que no las molesten acerca de mí. Todo ha sido culpa mía, yo las acostumbré a que me pisotearan. Yo lo quería. Eso no le importa a nadie, ni a la justicia humana, ni a la justicia divina. Dios sería injusto si las condenara por mi causa. No he sabido comportarme, cometí la torpeza de abdicar de mis derechos. ¡Me hubiera envilecido por ellas! ¡Qué quiere usted!, la naturaleza más pura, las mejores almas, se hubieran corrompido ante esta indulgencia paterna. Yo soy un miserable: se me castiga justamente. Soy el único culpable de los desajustes de mis hijas, pues las mimé demasiado. Hoy quieren el placer, como en otro tiempo querían bombones. Siempre les permití satisfacer sus caprichos de jovencitas. ¡A los quince años tenían coche! Nada se les negaba. Yo soy el único culpable, pero culpable por amor. Sus voces abrían mi corazón. Las oigo, ya vienen. ¡Oh, sí, vendrán! La ley dispone que uno venga a ver morir a su padre, la ley está a mi favor. Además, eso apenas costará la carrera de un coche. Yo la pagaré. ¡Escríbales que tengo millones para dejarles! Palabra de honor. Iré a fabricar pastas de Italia a Odessa. Conozco el procedimiento. Con mi proyecto se pueden ganar millones. Nadie ha pensado en ello. Es un producto que no se dañará en el transporte, como el trigo o la harina. !Eh, eh, almidón! ¡Habrá millones en esto! Usted no les mentirá, dígales que hay millones, y aunque ellas vengan por avaricia, me complace ser engañando, pues las veré. ¡Quiero a mis hijas!, ¡yo las he hecho!, ¡ellas son mías! ̶  dijo, enderezándose en su cama, y mostrando a Eugéne una cabeza cuyos cabellos blancos estaban revueltos y con un gesto de amenaza que brotaba de cada uno de sus rasgos.
̶ Vamos ̶  le dijo Eugéne ̶ , recuéstese, mi buen papá Goriot, voy a escribirles. Tan pronto como llegue Bianchon, iré, si ellas no han venido.
̶ ¿Y si ellas no vienen? ̶  repitió el viejo, gimiendo ̶ . Ya estaré muerto, muerto en un acceso de ira, de ira. ¡La ira se apodera de mí! En este momento veo mi vida entera. ¡Me he estado engañando! Ellas no me quieren, no me han querido nunca, eso es evidente. Si no han venido es porque ya no vendrán. Mientras más se demoren, menos se decidirán a darme esta alegría. Las conozco. No han sabido jamás adivinar ninguno de mis pesares, de mis dolores, de mis necesidades: tampoco adivinarán mi muerte; ni siquiera comparten el secreto de mi ternura. Sí, lo veo muy claro: mi hábito de abrirme las entrañas para ellas quitó todo valor a lo que yo hacía. Si me hubiesen pedido que me arrancara los ojos, les hubiera dicho: ‘’!Sáquenlos!’’ Soy demasiado torpe. Ellas creen que todos los padres son como el suyo. Es preciso siempre hacerse valer. Sus hijos me vengarán. Por eso les interesa venir aquí. Prevéngalas, pues, que comprometen su propia agonía. Ellas cometen todos los crímenes en uno solo. ¡Sí, vaya, dígales que no venir es un parricidio! Han cometido bastantes crímenes para que agreguen éste. Grite entonces conmigo: ‘’!Ah, Nasie, ah, Delphine, vengan donde su padre, que ha sido tan bueno con ustedes y que sufre!’’ Nada. Nadie. ¿Moriré, pues, como un perro? He aquí mi recompensa: el abandono. Son infames, malvadas; las detesto, las maldigo; en la noche me levantaré de mi ataúd para volverlas a maldecir; en fin, ¿es que me equivoco, amigos míos? Ellas se portan muy mal, ¿verdad? ¿Qué es lo que digo? ¿No me había dicho que Delphine estaba aquí? Es la mejor de las dos. Usted es mi hijo, Eugéne, ¡usted!, quiérala, sea un padre para ella. La otra es muy desgraciada. ¡Y sus fortunas! ¡Ah, Dios mío! ¡Me muero, sufro demasiado! Córtenme la cabeza, déjenme sólo el corazón.
̶ Christophe, vaya a buscar a Bianchon ̶  gritó Eugéne, aterrado del carácter que tomaban las quejas y los gritos del viejo ̶  y consígame un cabriolé.
̶ Iré a buscar a sus hijas, mi buen papá Goriot; yo se las traeré.
̶ ¡Por la fuerza, por la fuerza! Pida la policía, la tropa, ¡todo!, ¡todo! ̶  dijo, enviando a Eugéne una última mirada en la que brillaba la razón ̶ . Dígale al gobierno, al procurador del rey que me las traiga: ¡yo lo exijo!
̶ Pero usted las maldijo.
̶ ¿Quién fue el que dijo tal cosa? ̶  respondió el viejo, estupefacto ̶ . ¡Usted sabe bien que yo las amo, que las adoro! Me aliviaría si las viera. Vamos, mi buen vecino, mi querido hijo, vamos, usted es bueno; quisiera agradecérselo, pero no tengo nada que darle, sino las bendiciones de un moribundo. ¡Ah, al menos quisiera ver a Delphine para decirle que cubra la deuda que tengo con usted! Si la otra no puede, tráigame a ésta al menos. Dígale que usted no la seguirá amando si no quiere venir. Ella lo quiere tanto, que vendrá. Algo de beber, ¡se me queman las entrañas! Póngame algo en la cabeza. La mano de mis hijas… eso me salvaría… lo sé. ¡Dios mío!, ¿quién reconstituirá sus fortunas si yo me voy? Quiero ir a Odessa para ellas, a Odessa, a fabricar pasta.
̶ Tome esto ̶  dijo Eugéne soliviando al moribundo y cogiéndolo con su brazo izquierdo, en tanto que en el otro sostenía una tasa de tisana.
̶ ¡Usted tiene que amar a su padre y a su madre! ̶  dijo el viejo estrechando con sus manos desfallecientes la mano de Eugéne ̶ . ¿Comprende que voy a morir sin verlas, a mis hijas?  Tener siempre sed y no beber nunca, así es como he vivido en estos últimos diez años… Mis dos yernos mataron a mis hijas. ¡Padres, exíjanle al Parlamento que haga una ley sobre el matrimonio! En fin, si usted quiere a sus hijas, no las case. El yerno es un bandido que lo estropea todo en una hija, que todo lo mancilla. ¡No más matrimonios! Es el matrimonio lo que nos priva de nuestras hijas y cuando morimos ya no las tenemos. Hagan una ley sobre la muerte de los padres. ¡Esto es espantoso! ¡Venganza! Son mis yernos los que les impiden venir. ¡Mátenlos! Muerte a Restaud, muerte al alsaciano, ¡ellos son mis asesinos! ¡La muerte o mis hijas! ¡Ah, todo ha terminado, muero sin ellas! ¡Ellas! Nasie, Fifine, ¡bueno!, vengan. Vuestro padre se va…

̶ Mi buen papá Goriot, cálmese, vamos, quédese tranquilo, no se agite, no piense.
̶ ¡No verlas, eso es la agonía!
̶ Usted las verá.
̶ ¡Es cierto! ̶  gritó el viejo, trastornado ̶ . ¡Oh, verlas, voy a verlas, a oír su voz! Moriré feliz. ¡Y bien, es verdad, no puedo vivir más tiempo, ya no tenía interés en la vida, las penas iban en aumento! Pero verlas, tocar sus vestidos, ¡ah!, sólo sus vestidos, es bien poco; pero que yo pueda sentir alguna cosa de ellas. Ayúdeme a tocarles sus cabellos, quiero…
Su cabeza cayó sobre la almohada como si hubiera recibido un mazazo. Sus manos se agitaron sobre el cobertor, como si estuviera cogiendo los cabellos de sus hijas.
̶ Yo las bendigo ̶  dijo haciendo un esfuerzo ̶ , las bendigo.
De repente se desplomó. En ese instante entró Bianchon.
̶ Me encontré a Christophe ̶  dijo ̶ , fue a traerte un coche ̶  luego miró al enfermo, le levantó los párpados y los dos estudiantes le vieron un ojo sin calor y sin brillo ̶ . Ya no recuperará el sentido  ̶  dijo Bianchon ̶ , no lo creo. ̶  Le tomó el pulso, lo auscultó, puso la mano sobre el corazón del buen hombre.
̶ La máquina funciona todavía; pero, en su estado, es una desgracia, sería mejor que muriera.
̶ Claro que sí ̶  dijo Rastignac.
̶ ¿Qué te pasa?, estás pálido como la muerte.
̶ Amigo mío, acabo de escuchar clamores y lamentos. ¡Tiene que haber un Dios! ¡Sí, sí, hay un Dios y nos ha construido un mundo mejor, o nuestra tierra no tiene sentido! Si no hubiera sido tan trágico, estaría desecho en lágrimas, pero tengo el corazón y el estómago terriblemente secos y cerrados.

Y para terminar, les dejo el link para empezar a oír esta maravillosa obra como audionovela. Como plus, les comento que está narrada por Mario Vargas Llosa. Brutal! Pero siempre preferiré los libros en físico, obviamente; !así se mueven mis pasiones!