domingo, 6 de noviembre de 2011

Las amistades peligrosas, Carta LXXXI - Choderlos de Laclos

Hace pocas semanas me permití el placer de leer este libro (escrito a modo epistolar), en el cual estaba interesada desde mi época como estudiante en el colegio, a eso de mis 16 años. Me llamó la atención la referencia que me dieron acerca de éste, de cómo se recorrían ciertos dilemas morales en medio de la delicadeza y el tono literario de Laclos, además de seguir una historia interesante de base. Así, lo encontré en la biblioteca hace poco y no dudé en devorarlo pronto. He extraído unas cuantas cartas (épico! bizarro!), las cuales les iré presentando, esperando que les diviertan o les animen a leer el libro en su totalidad. En particular, la presente carta involucra a los dos protagonistas, o mejor dicho, los dos peligrosos. Son personas con una visión extremadamente grandiosa acerca de sí mismos, suponiéndose superiores a las demás gentes de su tiempo por carecer de principios. Así que en el texto veremos la declaración cruel de la Marquesa de cómo ella se deshizo de sus bases morales y se educó a sí misma en la vida que tiene en el momento. Podemos empezar.


DE LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

En París, a 20 de septiembre de 17**.

¡Cuánta piedad me inspiran sus temores!¡Cuánto me prueban mi superioridad sobre usted!¡Ay! Mi pobre Valmont,¡cuánta distancia hay todavía aún entre usted y yo! No, ni todo el orgullo de su sexo bastaría para colmar el espacio que nos separa!¡Porque usted no podría llevar a cabo mis planes, los juzga imposibles! Ser orgulloso y débil, ¡pretender calcular mis medios y juzgar mis recursos! Vizconde, en verdad que sus consejos me han puesto de mal humor, y no puedo ocultárselo.

Que, para disimular su increíble torpeza con su presidenta, exhiba ante mí como un triunfo el haber desconcertado por un momento a esa mujer tímida y que le ama, pase; que haya obtenido una mirada, sólo una mirada, lo acepto con una sonrisa. Que, percatándose, muy a su pesar, del poco valor de su proceder, espere distraer mi atención, halagándome con el esfuerzo sublime de acercar a dos niños que arden ambos en deseos de verse, y que, dicho sea de paso, sólo a mí deben el ardor de este deseo; también se lo consiento. Que finalmente se revista de autoridad con estas brillantes hazanas, para decirme con tono doctoral, que «vale más emplear el tiempo en llevar a cabo los planes que en contarlos»; bueno, no me hace daño esta vanidad y se la perdono. Mas, ¡que pudiese usted creer que necesito de su prudencia, que me extraviaría si no me remitiera a sus opiniones, que les debo sacrificar un placer o un capricho! ¡En verdad, vizconde, que esto es enorgullecerse demasiado de la confianza que tengo a bien depositar en usted!

Pues, ¿qué ha hecho que no haya superado yo mil veces? Ha seducido e incluso perdido a muchas mujeres: mas qué dificultades ha tenido que vencer? ¿Qué obstáculos que salvar? ¿Dónde está el mérito verdaderamente suyo? Una buena estampa, puro efecto del azar; unos encantos que casi siempre otorga la experiencia; cierto ingenio, sí, mas que podría suplirse en caso de necesidad con palabrería; una impudicia bastante loable, mas quizá debida sólo a la facilidades de sus primeros éxitos; si no me equivoco, éstos son sus recursos: pues en cuanto a la fama que haya podido usted conseguir, no querrá que conceda mucho valor al arte de provocar o de no dejar pasar la ocasión de un escándalo.

En cuanto a la prudencia, a la astucia, no hablo ya de mí: ¿qué mujer no tendría mas que usted? ¡Oh! Su presidenta le maneja como a un niño.

Créame, vizconde, raramente se adquieren las cualidades de las que se puede prescindir. Puesto que combate sin riesgo, debe actuar sin precaución. En efecto, para ustedes los hombres, las derrotas no son sino éxitos. En esta partida tan desigual, nuestra fortuna es no perder, y su desgracia no ganar. Aunque le concediera los mismos talentos que a nosotras, ¡en cuánto no habríamos de superarle todavía, por la necesidad en la que nos vemos de hacer uso continuo de ellos!

Supongamos, lo admito, que ponga tanta habilidad en vencernos como nosotras en defendernos o en ceder, reconocerá al menos que tras el éxito, le resulta inútil. Ocupada sólo con su nuevo placer, se entrega a é1 sin temor, sin reservas: no es a usted a quien importa que dure.

En efecto, estos lazos dados y recibidos recíprocamente, por hablar la jerga del amor, sólo usted puede estrecharlos o romperlos, a gusto suyo: ¡y se darán por contentas si, en su ligereza, por preferir el secreto al escándalo, se conforma usted con un abandono humillante sin hacer del ídolo de la víspera la víctima de mañana!

Mas, que una mujer desafortunada sea la primera en sentir el peso de sus cadenas, ¿qué riesgos no habrá de correr, si trata de liberarse de ellas, si simplemente osa levantarlas? No es sino temblando como intenta alejar al hombre al que su corazón rechaza con fuerza. Se obstina él en insistir, lo que ella concedía por amor, lo ha de entregar por temor: sus brazos se abren aún mientras que su corazón está cerrado. Su prudencia ha de desatar con habilidad esos mismos lazos que usted habría roto. A merced de su enemigo, carece de recursos si él carece de generosidad; y ¿cómo esperarla de él cuando, si alguna vez se le alaba por tenerla, jamás, sin embargo, se le critica por no tenerla?

Sin duda no me negará estas verdades que la evidencia ha hecho triviales. Si a pesar de todo me ha visto, disponiendo de los acontecimientos y de las opiniones, hacer juguete de mis caprichos o mis fantasías a esos hombres tan temibles; quitarles a unos el deseo de perjudicarme, a otros el poder para ello; si he sabido progresivamente y según mis volubles deseos, engancharlos tras de mí o empujarlos lejos: a estos tiranos destronados convertidos en mis esclavos: si, en medio de estas frecuentes revueltas, mi reputación se ha conservado pura, sin embargo, ¿no debería usted haber concluido que, nacida para vengar a mi sexo y dominar al suyo, he sabido hacerme con unos medios desconocidos hasta mí?

¡Oh! guárdese sus consejos y sus temores para esas mujeres delirantes y que se dicen «sentimentales» cuya exaltada imaginación haría pensar que la naturaleza les ha colocado los sentidos en la cabeza; las cuales, por no haber reflexionado jamás, confunden sin cesar el amor y el amante; en su loca ilusión, creen que sólo aquél con el que han buscado el placer es su depositario; y, verdaderas supersticiosas, tienen por el sacerdote, el respeto y la fe que sólo le son debidos a la divinidad.

Tema si acaso por aquéllas que, mas vanas que prudentes, no saben consentir que las abandonen cuando es necesario. Tiemblo sobre todo por esas mujeres activas en la ociosidad, a las que llama usted sensibles, y cuyo amor se apodera tan fácilmente de toda su existencia; que necesitan pensar en él, aun cuando no gocen con él; y, abandonándose sin reservas a la fermentación de sus ideas, engendran esas cartas ardientes, tan dulces y tan peligrosas de escribir; sin miedo a confiar esas pruebas de su debilidad al objeto que las provoca: ¡insensatas que no saben ver en su actual amante al enemigo futuro!

Mas yo, ¿qué tengo que ver con esas mujeres sin seso? ¿Cuándo me ha visto apartarme de las normas que me he prescrito o faltar a mis principios? Digo mis principios y lo digo deliberadamente: pues no me han sido dados al azar como a las demás mujeres, ni los he aceptado sin examen, ni los he seguido por costumbre; son el fruto de mis profundas reflexiones; los he inventado yo, y puedo decir que son mi propia obra.

Habiendo entrado en el mundo en un tiempo en el que, soltera todavía, estaba destinada por mi estado al silencio y a la inacción, supe aprovecharlo para observar y meditar. Mientras me creían despistada o distraída, si era verdad que escuchaba poco los discursos que se cuidaban de dirigirme, recogía con atención aquellos que trataban de ocultarme. Esta útil curiosidad, además de servirme para aprender, me ensenó también a disimular: obligada con frecuencia a ocultar el objeto de mi atención a las miradas que me rodeaban, traté de dirigir las mías según mi voluntad; desde entonces conseguí adoptar en el momento deseado esa mirada distraída que tan a menudo me ha elogiado usted luego. Animada por este primer éxito, intenté dominar igualmente los distintos gestos de mi semblante. ¿Que tenía algún disgusto? Aplicábame a adoptar un aire de seguridad, incluso de alegría; llevé mi celo hasta el punto de causarme dolores voluntarios, para hacer gala mientras tanto de una expresión de placer. Me esforcé con el mismo cuidado y mayor dificultad en reprimir los signos de la alegría inesperada. Así fue como llegué a tener sobre mi fisionomía ese poder del que a veces le he visto asombrarse tanto.

Era muy joven aún, y casi sin interés: mas sólo poseía mis pensamientos, y me indignaba que pudieran arrebatármelos o sorprendérmelos contra mi voluntad. Provista de estas primeras armas, probé a usarlas: no contenta con no dejarme adivinar, divertíame mostrándome con distintos aspectos; segura de mis gestos, estudiaba mis palabras; ajustaba unos y otros a las circunstancias o incluso a mis fantasías simplemente: desde aquel momento, mi modo de pensar me perteneció sólo a mí, y no mostré sino aquel que me resultase útil dejar traslucir.

Este trabajo sobre mí misma había hecho que me fijara en la expresión de los semblantes y el carácter de las fisionomías; adquirí esa vista penetrante de la que, sin embargo, me ha ensenado la experiencia a no fiarme del todo; mas que, a fin de cuentas, rara vez me ha engañado. Tenía menos de quince años, ya poseía el talento al que gran parte de nuestros políticos deben su reputación, y sólo estaba entonces en los primeros elementos de la ciencia que quería aprender.

Como puede usted imaginar, al igual que todas las jovencitas, trataba de descubrir el amor y sus placeres: mas, al no haber estado jamás en un convento, careciendo de una amiga íntima, y vigilada por una madre atenta, sólo tenía ideas vagas que no podía concretar; ni siquiera la naturaleza, de la que después no he podido sino alabarme, en verdad, dábame ningún indicio. No parece sino que trabajara silenciosamente en perfeccionar su obra. Sólo mi cabeza fermentaba; no se me ocurría la idea de gozar, quería saber; el deseo de aprender me sugirió los medios.

Comprendí que el único hombre con el que podía hablar sobre este tema sin comprometerme, era mi confesor. Me decidí enseguida; vencí mi pequeña vergüenza; y jactándome de una falta que no había cometido, me acusé de haber hecho «lo que hacen las mujeres». Esta fue mi expresión; mas, al hablar así, no sabía realmente qué idea estaba expresando. Mis esperanzas no se vieron frustradas del todo, ni cumplidas enteramente; el temor a descubrirme me impedía aclararme: mas el buen padre me pintó el pecado tan grande, que deduje que el placer debía ser extremo; y al deseo de conocerlo, sucedió el de probarlo. No sé hasta dónde me habría empujado aquel deseo; y quizá entonces, desprovista de experiencia, habríame perdido una sola ocasión: afortunadamente para mí, pocos días después mi madre me anunció que iba a casarme; la certeza de saber apagó al punto mi curiosidad, y llegué virgen a los brazos del señor de Merteuil.

Esperaba con seguridad el momento que había de instruirme y necesité de reflexión para mostrarme turbada y temerosa. Aquella primera noche, de la que tan cruel o tan dulce idea suele una hacerse, no me ofrecía sino la ocasión de una experiencia: dolor y placer, todo lo observé exactamente sin ver en aquellas distintas sensaciones sino hechos que recoger y meditar.

Al poco tiempo llegó a gustarme aquel tipo de estudio: mas, fiel a unos principios, y sintiendo, quizá por instinto, que nadie debía estar mas lejos de mi confianza que mi marido, resolví, precisamente por ser sensible, mostrarme impasible con él. Aquella frialdad aparente fue mas tarde el fundamento inquebrantable de su ciega confianza; le sumé, tras una segunda reflexión, el aire atolondrado al que me autorizaba la edad; y jamás me consideró mas niña que en los momentos en los que jugaba con mayor audacia.

Sin embargo, he de confesar que al principio me dejé arrastrar por el torbellino mundano entregándome por entero a sus fútiles distracciones. Mas, al cabo de algunos meses, habiéndome llevado el señor de Merteuil a su triste campiña, el temor al aburrimiento hizo que me volviera el gusto por el estudio; y, hallándome rodeada sólo por gentes cuya distancia conmigo me ponía a salvo de toda sospecha, aproveché para ampliar mis experimentos. Fue entonces, sobre todo, cuando comprobé que el amor que tanto nos alaban como causa de nuestros placeres, no es sino un pretexto para ellos.

La enfermedad del señor de Merteuil vino a interrumpir tan dulces ocupaciones; hube de seguirle a la ciudad, donde volvió a buscar socorro. Murió, como ya sabe usted, poco tiempo después; y aunque, al fin y al cabo, no tuviese queja de él, no por ello sentí menos intensamente el valor de la libertad que había de darme la viudez, prometiéndome aprovecharla.

Mi madre contaba con que entrase en el convento o volviera a vivir con ella. Rechacé uno y otro partido; y todo cuanto concedí a la decencia, fue volverme a aquella misma campiña en la que aún me quedaban algunas observaciones por hacer. Las fortalecí con ayuda de la lectura; mas no vaya a creer que fue toda del tipo que usted supone. Estudié nuestras costumbres en las novelas; nuestras ideas con los filósofos; busqué incluso lo que los moralistas mas severos exigían de nosotras, y me aseguré así de lo que podíamos hacer, de lo que debíamos pensar y de lo que habíamos de aparentar. Una vez concretados estos tres objetivos, sólo el último presentaba algunas dificultades en su ejecución; esperé vencerlas y medité los medios para ello.

Empezaba a cansarme de mis rústicos placeres, demasiado monótonos para una cabeza activa; sentía una necesidad de coquetear que me reconcilió con el amor; en verdad que no para sentirlo, sino para inspirarlo y fingirlo. En vano me habían dicho y había leído yo que no se podía fingir dicho sentimiento; veía yo, sin embargo, que para conseguirlo bastaba con sumar, al ingenio del escritor, el talento del comediante. Me ejercité en ambos géneros y quizá con cierto éxito: mas, en lugar de perseguir los vanos aplausos del teatro, resolví emplear para mi felicidad lo que tantos sacrificaban a la vanidad.

Transcurrió un año en estas distintas ocupaciones. Al permitirme el luto hacer entonces mi reaparición, volví a la ciudad con mis grandes proyectos; no me esperaba el primer obstáculo que allí me encontré. Aquella larga soledad, aquel austero retiro, me habían cubierto de un barniz puritano que asustaba a los mas agradables de los nuestros: manteníanse apartados, dejándome a la merced de una multitud de tediosos que aspiraban todos a obtener mi mano. No era problema rechazarlos; mas algunos de aquellos rechazos disgustaban a mi familia y con aquellos enredos internos perdía un tiempo que me había prometido emplear mas dulcemente. Para atraer a los unos y alejar a los otros vime pues obligada a hacer gala de algunas inconsecuencias, y a emplear en dañar mi reputación, el cuidado que pensaba poner en conservarla. Lo logré fácilmente como ya se puede usted imaginar. Mas, no sintiéndome arrastrada por ninguna pasión, no hice sino lo que juzgué necesario, y medí con prudencia mi dosis de alocamiento.

En cuanto hube alcanzado el objetivo que quería conseguir, deshice lo andado y dediqué mi enmienda a algunas de esas mujeres, que, al no poder tener pretensiones de gustar, las tienen de mérito y de virtud. Fue una baza que me valió mas de lo que había esperado. Aquellas agradecidas dueñas se erigieron en apologistas mías; y su ciego amor por lo que llamaban su obra, llegó a tal punto, que la mínima observación que alguien se permitiera sobre mí era considerada por la facción puritana como un escándalo y una injuria. Él mismo medio me valió también para obtener e1 sufragio de las mujeres con pretensiones, las cuales, convencidas de que yo renunciaba a correr la misma carrera que ellas, me escogieron como objeto de sus elogios, dado que querían demostrar que no hablaban mal de todo el mundo.

Mientras tanto, mi conducta anterior había vuelto a atraer a los amantes; y, para bandearme entre ellos y mis protectores, me mostré como una mujer sensible pero difícil cuya excesiva delicadeza era un arma contra el amor.

Entonces comencé a desplegar en el gran teatro los talentos que yo misma me había dado. Mi primer cuidado fue el de hacerme con la reputación de invencible. Para conseguirla, los hombres que no me gustaban fueron siempre los únicos cuyo homenaje aparenté aceptar. Los utilizaba prácticamente para procurarme los honores de la resistencia, mientras me entregaba sin temor al amante desgraciado.

Ya sabe usted cuán deprisa me decido: es porque he observado que casi siempre son los cuidados anteriores los que ponen al descubierto el secreto de las mujeres. Como quiera que se obre, el tono nunca es igual antes y después de los hechos. Esta diferencia no pasa inadvertida para el observador atento; y he considerado menos peligroso errar en la elección, que dejar que se adivine. Consigo también con esto destruir toda la verosimilitud, únicamente a partir de la cual se nos puede juzgar.

Estas precauciones y la de no escribir jamás, no entregar jamás prueba alguna de mi derrota, pudieran parecer excesivas, mas jamás me parecieron suficientes. Habiendo llegado al fondo de mi corazón, estudié el de los demás. Vi que todo el mundo guarda un secreto que le importa no desvelar: verdad que parece haber conocido la antigüedad mejor que nosotros y de la que la historia de Sansón podría no ser sino ingenioso símbolo. Como una nueva Dalila, siempre empleé mi poder, al igual que ella, para sorprender ese secreto importante. ¡De cuántos Sansones modernos no tengo la cabellera entre mis tijeras! Y a éstos dejé de temerlos; sólo a ellos heme permitido humillarlos a veces. Mas dócil con los demás, el arte de hacerlos infieles para no parecerles frívola, una fingida amistad, una apárente confianza, algún proceder generoso, la idea halagüeña que cada cual conserva de haber sido mi único amante, me han valido su discreción. Finalmente, cuando estos recursos me han fallado, previendo la ruptura, he sabido ahogar de antemano, con el ridículo o la calumnia, la confianza que estos hombres peligrosos hubieran podido obtener.

Sin cesar me ve poner en práctica lo que le estoy diciendo; ¡y duda usted aún de mi paciencia! ¡Pues bien! Recuerde la época en que me hizo usted objeto de sus primeras atenciones: jamás hubo homenaje que tanto me halagara; le deseaba antes de haberle visto. Seducida por su reputación, parecíame que mi gloria le necesitaba, ardía en deseos de luchar con usted cuerpo a cuerpo. Es la única aventura que haya tenido poder sobre mí en algún momento. Sin embargo, si hubiera querido usted perderme, ¿qué medios habría tenido? Vanas palabras que no dejan huella alguna tras ellas, que su misma reputación habría ayudado a hacer dudosas, y una serie de hechos inverosímiles cuyo sincero relato hubiera parecido una novela mal escrita. Verdad es que le he hecho partícipe después de todos mis secretos: mas harto sabe usted cuáles son los intereses que nos unen, y cuál de los dos ha de ser tachado de imprudente.

Puesto que estoy rindiéndole cuentas, quiero hacerlo con exactitud. Le oigo desde aquí decirme que, cuando menos, estoy a la merced de mi doncella; en efecto, si no posee el secreto de mis sentimientos, sí posee el de mis actos. Cuando antaño me lo señaló usted, le respondí únicamente que estaba segura de ella; y prueba de que esta respuesta bastó en aquel momento para su tranquilidad es que le ha confiado desde entonces y por cuenta suya, secretos harto peligrosos. Mas ahora que Prévan le produce inquietud y obsesión, dudo mucho que mi palabra le valga.

Es, pues, menester que le instruya. En primer lugar, esta chica es mi hermana de leche, y esta unión que para nosotros no lo es, no carece de fuerza para estas gentes; además, estoy en posesión de un secreto suyo, y mas aún: víctima de una locura amorosa, habríase visto perdida si yo no la hubiera salvado. Sus padres, empecinados con la honra, no querían mas que encerrarla. Acudieron a mí. Vi al punto cuán útil podía serme su enojo. Lo secundé y solicité la orden, la cual obtuve. Luego, tomando repentinamente el partido de la clemencia al cual atraje a sus padres, y usando de mi influencia con el anciano ministro, hice que todos consintieran en hacerme depositaria de aquella orden, y duena de detener o exigir su ejecución, según la juzgara merecedora o no por su futura conducta. Sabe, pues, que tengo su destino en mis manos; y aun cuando estos poderosos medios no la detuvieran, cosa imposible, ¿no es evidente que su conducta desvelada y su castigo auténtico harían increíbles sus palabras?

A estas precauciones, que considero fundamentales, vienen a sumarse otras mil, locales u ocasionales, a las que la reflexión y la costumbre dan lugar, en caso de necesidad; detallarlas sería minucioso, mas su práctica es importante, y ha de tomarse la molestia de entresacarlas de mi conducta general, si quiere usted llegar a conocerlas.

Mas pretender que me tome tantos cuidados para no recoger fruto alguno; que, tras haberme elevado tanto por encima de las demás mujeres mediante penosos esfuerzos, acepte reptar como ellas para avanzar entre la imprudencia y la timidez; sobre todo que pueda temer a un hombre hasta el punto de creer que mi única salvación está en la huida, no, vizconde, eso jamás. Se ha de vencer o morir. En cuanto a Prévan, quiero tenerlo, y lo tendré; él quiere decirlo, y no lo dirá: esta es nuestra novela, en dos palabras. Adiós.


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